Ricardo Molero Simarro y Alberto Montero Soler
Rebelión
La crisis económica mundial que estamos viviendo tiene su origen último en la posición privilegiada que EE.UU. logró durante la segunda mitad del siglo XX en el sistema monetario y financiero mundial. La aprobación de los Acuerdos de Bretton Woods de 1944, con la adopción del patrón dólar-oro para regir las relaciones económicas internacionales, supuso el reconocimiento de la posición de EE.UU. como potencia capitalista hegemónica. Este statu quo quedó reafirmado después de la ruptura de dicho patrón, que constituía uno de los pilares de Bretton Woods, tras la declaración de no-convertibilidad del dólar en oro hecha por el presidente Nixon en 1971. A partir de ese momento EE.UU. reforzó aún más su posición de privilegio al pasar el dólar a convertirse en “divisa-clave” y principal activo de reserva a nivel internacional. Gracias a ello, y a la continua atracción de recursos financieros internacionales que ejerció Wall Street desde al menos los años ochenta, EE.UU. ha podido permitirse la “exportación” de sus desequilibrios macroeconómicos, tanto internos como externos, al resto del mundo.
Esta situación, unida a la liberalización de los movimientos de capital a nivel internacional, ha permitido la profundización del proceso de financiarización que actualmente domina la economía mundial. Un proceso que ha conseguido una auténtica subordinación de la senda productiva a las exigencias de la financiera, llevando a una apropiación cada vez mayor del producto nacional para retribuir al capital financiero o, lo que es igual, a una auténtica expropiación financiera de las rentas del trabajo. Y que, además, se encuentra en el origen de la intensificación de la virulencia de las burbujas especulativas que degeneraron en crisis en Asia en el año 1997, en Rusia en el 1998, en Argentina en 2001 y en Estados Unidos desde 2007, con el agravante de que esta vez, y por haber tenido su origen en el epicentro neurálgico del capitalismo financiarizado, dicha burbuja ha degenerado en una crisis global de magnitudes difícilmente mensurables aún.
Ante esta situación, y dada la falta de voluntad política del G-20 para proponer una transformación ni tan siquiera parcial del funcionamiento del sistema monetario y financiero mundial, se impone la necesidad de explorar nuevas alternativas. Una necesidad que es tanto mayor para aquellos estados que se encuentran más comprometidos con el bienestar de sus ciudadanos que con la reanimación de un sistema financiero internacional que ha dado sobradas muestras de su naturaleza depredadora sobre dicho bienestar y de su tendencia autodestructiva en cuanto las fuerzas de la especulación se liberan mínimamente de las suaves regulaciones que tratan de contenerlas.
Así, a nadie debería extrañar que en el marco de una iniciativa que ya fuera pionera en su momento en la búsqueda de unas relaciones económicas internacionales basadas sobre criterios de complementariedad, cooperación y solidaridad, como es la Alternativa Bolivariana para América Latina y el Caribe (ALBA), se esté fraguando la creación de un nuevo proyecto contrahegemónico, esta vez en materia monetaria y de ordenación de los flujos comerciales. En este sentido, si ya el ALBA fue un proyecto marcado por su fuerte carácter antiimperialista en un contexto de intensificación de los esfuerzos de Estados Unidos por crear una zona de libre comercio a nivel continental (el ALCA), la propuesta de creación del Sistema Unido de Compensación Regional de Pagos (SUCRE) planteada en la Cumbre del pasado 26 de noviembre por los países del ALBA y Ecuador supone no sólo un importante avance en este proceso alternativo de integración, sino también un medio para sacudirse la hegemonía estadounidense -y, por ende, del dólar- en sus relaciones económicas.
Esta propuesta tiene, no por casualidad, su inspiración última en el Plan Keynes, presentado por el economista inglés en Bretton Woods como alternativa al Plan White, representativo de los intereses de EEUU y que fue el finalmente aprobado y puesto a funcionar. Al igual que la Unión de Compensación Internacional que proponía Keynes, el SUCRE se basaría, por una parte, en la instauración de una unidad de cuenta común o moneda contable (de mismo nombre que el Sistema, esto es, sucre) en la que se denominarían todos los intercambios comerciales y financieros. Y, por otra parte, en el establecimiento de una Cámara de Compensación de Pagos en la que todos los países mantendrían una cuenta denominada en sucres en donde se irían anotando todas las operaciones de exportación e importación entre los países participantes durante un periodo determinado, a cuya finalización se procedería a la liquidación del saldo de cada uno de ellos con la Cámara, ya fuera éste positivo o negativo.
Este sistema se completaría con la institución de un Consejo Monetario Regional encargado de gestionar el Sistema y con la creación de un doble fondo financiero constituido con aportaciones de todos los países miembros. El objetivo de ese fondo sería doble. Por un lado, actuaría como fondo de reservas para dotar de la estabilidad financiera necesaria al Sistema y al sistema de tipos de cambio fijos alrededor del cual se formaría el sucre. Y, por otro, funcionaría como fondo de desarrollo para la canalización de recursos hacia proyectos productivos regionales que serían la necesaria base para impulsar la integración económica a la que el Sistema, en última instancia, aspira a promover.
En este sentido, el SUCRE no se trata simplemente de un mecanismo técnico de simplificación de las transacciones comerciales intrarregionales sino que presenta ventajas económicas y políticas de importancia:
En primer lugar, la adopción de una unidad de cuenta común supondría una progresiva desdolarización de las relaciones económicas intrarregionales y sería, a su vez, el primer paso que permitiría avanzar, en un segundo momento, en el proceso de integración monetaria mediante la creación de lo que podría llegar a ser una moneda común con emisión física y circulación real.
En segundo lugar, la capacidad que tendría cada país de compensar multilateralmente los distintos saldos de su comercio permitiría una aminoración relativa de sus necesidades de financiación internacional, así como una liberación parcial de sus reservas de divisas, dotándoles de una mayor capacidad financiera. Evidentemente, esta ventaja se ampliaría a medida que aumentara el número de países que se incorporasen al acuerdo.
En tercer lugar, supondría un importante estímulo para potenciar las relaciones comerciales de unos países cuyas economías han estado hasta el momento completamente orientadas hacia el Norte, favoreciendo el comercio dentro de la región y con ello, y siempre que éste se articule en torno a los principios que rigen el ALBA, el bienestar global.
Por último, esta nueva orientación se apoyaría en el desarrollo de los proyectos financiados por el fondo que permitirían, no sólo enfrentar en mejores condiciones la caída de la demanda que van a sufrir estos países como consecuencia de la crisis mundial, sino también lograr un paulatino avance hacia una zona económica integrada de los países del ALBA y Ecuador.
Pero, junto a todas estas ventajas, que no son ni pocas ni menores, el proyecto necesitaría también dotarse de un elemento sobre el que Keynes asentaba la configuración de unas relaciones comerciales orientadas al desarrollo global y equilibrado más que a la intensificación radical de la competencia y la lucha por el mercado mundial. En este sentido, el SUCRE, si aspira a realmente a convertirse en el motor de un proceso regional de integración comercial y monetario alternativo, tendría también que hacer suyo un mecanismo de estabilización interno que, como el mismo Keynes planteaba, evite la acumulación de saldos tanto deudores como acreedores de cada uno de los países en la Cámara de Compensación.
En efecto, en contra de la lógica impuesta durante décadas por el FMI y el Banco Mundial, ese mecanismo de estabilización interno debería estar orientado a tratar de evitar que el peso del ajuste del desequilibrio comercial de un país deficitario con respecto al resto recaiga sobre el primero y, a tal fin, es necesario que el país o los países superavitarios se corresponsabilicen en igual medida en la restauración del equilibrio global. La mejor manera de lograr ese resultado sería instaurando un mecanismo que obligara a aquellos países que presentaran en su cuenta en la Cámara un superávit con respecto al resto que se ubicara por encima de un límite prefijado a utilizar ese saldo excedentario en el estímulo de la demanda global. De esa forma, esos países estarían obligados a destinar dichos saldos excedentarios a incrementar sus importaciones desde los países deficitarios, a la financiación de proyectos productivos y de desarrollo en los mismos, o, directamente, a la ayuda internacional.
Para incentivar esta utilización de los fondos, se podría aplicar además la propuesta de Keynes de establecer una tarifa que gravase los saldos excesivos, de forma que su mantenimiento en forma improductiva se viera penalizada; propuesta que, en su caso, tenía el objetivo de motivar los países participantes a buscar un saldo equilibrado en su cuenta en la Cámara.
Finalmente, hay que señalar que existe una importante diferencia en las condiciones de partida del SUCRE con respecto al Plan Keynes que provocan que aquél deba establecer algún mecanismo para blindarse. Y es que la Unión de Compensación Internacional de Keynes estaba concebida como un sistema cerrado en el que habrían participado todos los países de las Naciones Unidas, pudiendo aplicarse el principio de la igualdad de créditos y deudas y siendo imposible, por tanto, colocar fondos fuera del sistema. Sin embargo, el SUCRE sería un sistema cerrado dentro de otro abierto, el sistema monetario internacional, con la consiguiente vulnerabilidad del mismo antes intentos de desestabilización desde el exterior, ya sea por la vía de fuga de capitales como de especulación contra los tipos de cambio de las monedas que integran la cesta de donde nace el valor del sucre. Por esta razón parecería del todo punto necesario el establecimiento de algún tipo de control sobre los movimientos de capital en los países participantes –algo que, por otra parte, también proponía Keynes en su sistema. Esa sería la única manera de asegurar la estabilidad de la unidad de cuenta común sin tener que despilfarrar cantidades ingentes de divisas de manera infructuosa para ello.
De esta manera, el SUCRE se podría convertir en una zona de seguridad monetaria que promovería la reorientación del comercio hacia los países miembros y la integración intrarregional bajo los mismos principios del ALBA, es decir, los de la complementariedad, la cooperación, la solidaridad y el respeto a la soberanía. Esto supondría una alternativa con la que poder ejercer una relativa resistencia frente a la dictadura de los mercados financieros internacionales y abriría el camino a seguir por otros bloques regionales en su búsqueda de independencia y soberanía respecto a las grandes divisas internacionales.
Ricardo Molero Simarro es investigador en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo de Redacción de la revista Economía crítica y crítica de la economía (www.economiacritica.net)
Alberto Montero Soler (amontero@uma.es) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga. Puedes leer otros textos suyos en su blog La otra economía.
Vía Rebelión
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