Laurent Jacque
Le Monde Diplomatique
¿La tormenta financiera que hace estragos en la economía internacional pone en tela de juicio la perennidad del euro? Sus abogados defensores están seguros de lo contrario. En diez años – argumentan– la zona euro se volvió un puerto de paz y de estabilidad que ofrece una moneda fuerte, si no estable, a la segunda economía mundial. Además, el 1 de febrero de 2009, Eslovaquia fue el decimosexto país en adherir a ella. Más aun, los Estados que habían pasado por alto el lanzamiento de la moneda única en 1999 (Dinamarca, Reino Unido y Suecia) estarían por reconsiderar su posición; la corona danesa incluso podría unirse próximamente al euro.
Fuertemente independiente de los poderes políticos, el Banco Central Europeo (BCE) –agregan los partidarios de la moneda única– supo controlar el crecimiento de la oferta de dinero llevando la inflación a cerca del 2%; las tasas de interés nominales se establecen en promedio en el 2,5% mientras que las tasas de interés reales están en el nivel más bajo desde los años 1960. Al eliminar los riesgos de cambio (1) y los costos de transacción, la abrogación de quince divisas nacionales galvanizó el comercio y la inversión en el interior de la zona euro, que constituye el tercio de su Producto Nacional Bruto (PNB).
Diez años después de su lanzamiento en 1999, la divisa europea alcanzó una tasa de cambio récord contra el dólar mientras que la caída precipitada de la libra esterlina y la bancarrota de Islandia consolida a sus países miembro. Por último, la zona euro se presentaría como una solución de recambio a la omnipotente zona dólar: el euro “fuerte” constituye más del cuarto de reservas de los Bancos Centrales y se afirma como la divisa preferida para extender los títulos obligatorios internacionales. Como lo resume con entusiasmo el presidente de la BCE Jean Claude Trichet, “contribuimos a crear día a día un nivel de prosperidad cada vez más elevado y jugamos así un papel importante en la unificación de Europa (2).”
Este panorama luminoso casi hace olvidar las numerosas zonas oscuras. La zona euro tuvo un primer decenio más bien trabajoso, marcado por un crecimiento anémico, una tasa de desocupación elevada, precisamente cuando el déficit presupuestario de varias de sus economías sobrepasó el techo del 3% del PNB fijado por el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (3). El contraste con el Reino Unido, Suecia y Dinamarca –tres países situados fuera de la eurozona y que compartieron tasas de desocupación más bajas, tasas de crecimiento más elevadas y déficit limitados (incluso excedentes)– es sobrecogedor.
Hoy día, la moneda única apenas mantuvo a raya el malestar económico europeo debido principalmente a problemas estructurales contra los cuales nunca pretendió constituir una panacea. Sin embargo la esperanza de aceleración de la actividad y de la reducción de la desocupación casi no se cumplió y es imposible dejar de preguntarse: ¿el euro fue responsable, en parte, de las dificultades económicas de la década transcurrida y saldrá intacto de una crisis que según se anuncia va a ser salvaje?
El lanzamiento de la moneda única en 1999 descansaba sobre una voluntad política y no sobre la teoría económica de la Zona Monetaria Óptima (ZMO). Según esta teoría, un grupo de países o de regiones puede constituir una ZMO cuando sus economías están fuertemente imbricadas tanto respecto del intercambio de bienes y de servicios como de la movilidad de los factores de producción (trabajo y capital). Estados Unidos representa el ejemplo más logrado de una ZMO. ¿Y qué hay de la Unión Europea? Los intercambios comerciales que se desenvuelven allí representan alrededor del 15% del PNB de la zona euro, muy poco comparado con lo que sucede del otro lado del Atlántico. Si bien la movilidad del capital en el seno de la zona euro se incrementó mucho, la movilidad del trabajo sigue siendo muy limitada en relación con Estados Unidos (sin contar que sigue débil incluso en el interior de los Estados).
Ignorando estas cuestiones esenciales, el tratado de Maastricht creó una política monetaria única administrada por el BCE y privó así a los países de dos (de sus tres) instrumentos de gestión económica: de una política monetaria nacional independiente y de la flexibilidad del precio de su divisa. El tercer instrumento, la política presupuestaria, que sigue siendo de competencia nacional, se ve constreñida por el Pacto de Estabilidad. Este fija el déficit de cada país miembro en un 3% de su PNB como máximo. Además, la deuda nacional está limitada en principio al 60% del PNB con notables excepciones en la práctica, como las de Italia y Grecia donde ya alcanzó respectivamente el 104% y el 95% del PNB. En virtud de estas diferencias entre los Estados miembro, la autonomía de sus políticas económicas se torna una cuestión grave, en especial si uno de ellos en particular sufre un impacto que no afecta al resto de la zona euro.
Si esta fuera efectivamente una ZMO, el país en dificultades se ajustaría al resto de la zona euro vía 1) la movilidad de su mano de obra, 2) la flexibilidad de los salarios y de los precios y/o 3) una transferencia presupuestaria de reequilibrio desde Bruselas hacia el miembro perjudicado.
Ninguna de estas tres condiciones fue cumplida cuando se creó el euro, y pocas reformas estructurales destinadas a “suavizar” el mercado del empleo se pusieron en marcha desde entonces para crear una ZMO. La tercera condición –la más fácil de cumplir– hace necesaria cierta dosis de federalismo fiscal y la existencia de un poder económico centralizado que contrabalancearía la independencia del BCE. Estos objetivos son remotos pues replantean la soberanía de cada Estado. De hecho, la Unión –que no dispone sino de recursos limitados (un presupuesto con un techo de un 1,27% de su PNB, pero que en la práctica se estanca en el 1,23%)– no puede proceder a transferencias presupuestarias para amortiguar la conmoción que afecta a las economías nacionales.
Esto contrasta fuertemente con la situación de Estados Unidos donde el 60% del gasto público se realiza a nivel federal y donde la movilidad del trabajo y la flexibilidad de los salarios son muy superiores a las normas europeas. Aun la Alemania reunificada –que en 1991 fusiona el marco del Este con el del Oeste– no logró crear una ZMO para esta divisa: a pesar de una transferencia masiva de 200.000 millones de euros desde 1991, la tasa de desempleo en la parte oriental del país se mantiene a más del 20%.
En su primera década, el euro tuvo que afrontar al menos dos impactos tachados de “asimétricos” pues no alcanzan a los miembros de la misma manera: en principio, el dólar “caro” o sobrevaluado de 1999 a 2002 y, más recientemente, la disparada del precio del petróleo de 2005 a 2008. En el primer caso, los Estados, muy orientados hacia el comercio internacional (antes que hacia los otros países de la zona euro), sufrieron una inflación importada (costo elevado de las importaciones en razón de la carestía del dólar) mucho más rápida que los países cuyos intercambios están orientados en particular hacia la zona euro. Así, en el período 1999-2002, Irlanda vio cómo su tasa de inflación alcanzaba el 4,1% mientras que la de Alemania, más centrada en el comercio intraeuropeo que en el internacional, permanecía en un 1,2%.
De la misma manera, el precio cuadruplicado del barril no alcanzó el incremento y la inflación de los países de manera homotética: Francia por ejemplo –debido a su preferencia por la energía nuclear– no depende sino en un 35% del petróleo para su abastecimiento energético; por el contrario en Grecia, España e Italia ese porcentaje excede el 55%.
Por desgracia, la combinación de una política monetaria centralizada y una política presupuestaria descentralizada desembocan en diferenciales de inflación que conducen a disparidades del poder de compra del euro y de competitividad entre los Estados miembro. En el marco de un sistema de divisas “nacionales”, este efecto sería corregido con facilidad vía una apreciación o una depreciación “competitiva” de la moneda. Esto ya no es posible, pues, al paralizar las tasas de cambio como instrumento, la moneda única anula la independencia de las políticas monetarias nacionales.
En razón de esta imposibilidad de corregir los desvíos inflacionarios, el poder de compra del euro en varios países se erosiona en relación al promedio de la zona y en relación a Alemania. Por ejemplo, entre enero de 1999 y septiembre de 2008, sobre la base de costos salariales diferentes, el euro en Italia se sobrevaluó cerca de un 40% relacionado con el euro en Alemania, y España y Grecia no se encuentran muy lejos atrás.
Corregir estos desvíos acumulativos constituye una tarea difícil pues una baja de las remuneraciones parece políticamente explosiva. Sólo los beneficios de productividad pueden revertir la tendencia; Alemania y los Países Bajos lo lograron. No es pues sorprendente que muchas empresas hayan optado por resolver su “problema” desplazando sus actividades (o amenazando con hacerlo) hacia los países de Europa Central y Oriental.
Por último, para complicar más la situación, la dispersión del calendario electoral (presidenciales, legislativas y municipales) en la Unión exacerba el asincronismo de los ciclos económicos nacionales en la medida en que las elecciones están precedidas generalmente por una política presupuestaria expansionista.
Ahora que el mundo se hunde en una crisis profunda, encauzar la fuerte alza de la tasa de desocupación que podría sobrepasar rápidamente el umbral del 10% al 12% va a convertirse en el objetivo primordial. Es el caso de España donde, en el curso de los seis últimos meses, ya subió bruscamente al 13%.
Combatir la desocupación pasará inevitablemente por déficit fiscales masivos que abrirán brechas difíciles de colmar en el Pacto de Estabilidad y cuestionarán la estabilidad de la moneda única: los planes de recuperación hacen subir el techo del déficit al 3% y el de la deuda al 60% del PNB. Pondrán en tela de juicio la independencia del BCE. Pero, para algunas economías ya fuertemente debilitadas por las divergencias inflacionarias, eso no será suficiente y será muy tentador seguir el ejemplo de la reciente devaluación brutal de la libra esterlina. Entonces España, Grecia, Italia y Portugal (cuyas tasas de desocupación a menudo sobrepasaron el 10% en el transcurso de los diez últimos años) no podrán aceptar permanecer eternamente “subcompetitivos” por el hecho de la sobrevaloración de “su euro”.
Por más “traumatizante” que sea restaurar su moneda nacional, algunos países podrían decidir abandonar el euro para recuperar su competitividad económica. En el fondo, este escenario no es sino una vuelta a las grandes crisis de cambio de las épocas pasadas de Bretton Woods entre 1944 y 1971 y del Sistema Monetario Europeo (SME) entre 1979 y 1999 (4): es poco probable a corto plazo (aunque solo fuera porque la deuda nacional formulada en euros se volvería muy cara para financiar en una divisa restaurada de nuevo y devaluada por un país que habría dejado la zona recientemente). Sin embargo, cualquier deterioro del clima social ya frágil (como queda ilustrado por la violencia reciente de las manifestaciones populares en Grecia) (5), exacerbada por una aceleración brutal de la desocupación podría, en algunos países, acrecentar la tentación de esta solución extrema. ♦
REFERENCIAS
(1) Riesgos ligados a la variación de la tasa de cambio de las divisas. Antes de la unificación monetaria, algunos inversores especulaban regularmente con el franco francés, la lira italiana o la libra esterlina. En septiembre de 1992, George Soros atesoró plusvalías considerables apostando a la baja de la libra en momentos en que el Reino Unido se hundía en la crisis económica.
(2) Jean-Claude Trichet, entrevista acordada a Die Zeit, Hamburgo, 23-7-07.
(3) El Pacto de Estabilidad y Crecimiento retoma los criterios de convergencia fijados por el tratado de Maastricht; mantiene en especial el objetivo de la reducción del déficit público comprometido en vista de la adhesión a la Unión Económica y Monetaria (UEM).
(4) El Sistema Monetario Europeo (SME), creado en 1979, apuntaba a estabilizar la cotización de las divisas europeas. Cada moneda era comparada a una unidad de cuenta (el Escudo) cuyo valor era calculado sobre la base del valor de cada moneda miembro.
(5) Leer Valia Kaimaki, “El incendio griego”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, enero de 2009.
vía Rebelión
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