Pierre-Antoine Delhommais
Le Monde diplomatique Edición venezolana
Traducción para Rebelión de Juan Agulló
No hay porqué inquietarse. Todo irá bien, a principios de abril, durante la cumbre del G20 en Londres. Los jefes de Estado y de Gobierno y los gobernadores de los bancos centrales posarán para la foto de familia con amplias sonrisas que simbolizarán su entente cordial frente a la crisis. Los asistentes saben que una exteriorización de sus desacuerdos comprometería el retorno de la famosa confianza sin la cual, el crecimiento mundial, no terminará de arrancar. Confrontados, en sus respectivos países, a tensiones sociales crecientes, nadie se arriesgará a demostrar división o falsedades. Las apariencias se mantendrán, pues, a salvo.
Es más: innumerables razones apuntan a que el G20 tampoco abordará los temas más delicados. Empezando por uno central, decisivo: la organización de un Sistema Monetario Internacional (SMI). Ni siquiera figura en el orden del día. Lamentable olvido para una cumbre que el Presidente francés, Nicolas Sarkozy suele presentar como “un nuevo Bretton Woods”: la refundación del SMI constituyó, sin embargo, el meollo de los acuerdos de julio de 1944.
Lamentable olvido si se tiene en cuenta el batiburrillo monetario, actualmente reinante: las divisas de los países del Este de Europa han sido devaluadas, el yen se ha revaluado, la libra esterlina ha perdido valor, el dólar levita y los chinos mantienen su yuan infravalorado. Incluso Suiza, rompiendo con su tradición no intervencionista, acaba de desatar una guerra monetaria al promover una devaluación de su franco.
Lamentable olvido si, en definitiva, se tiene en cuenta hasta qué punto el capitalismo padece –parafraseando el título del libro que los economistas Edouard Husson y Norman Palma acaban de publicar- una enfermedad, más monetaria que financiera.
Es la enfermedad del Patrón-dólar bajo el cual la economía mundial lleva funcionando desde hace decenios y que ha permitido a Estados Unidos lanzarse a una alocada carrera de créditos, deudas y déficits. Sin él Estados Unidos jamás habría podido vivir como lo ha hecho, por encima de sus posibilidades, jamás habría podido drenar tres cuartas partes del ahorro mundial si no hubiera tenido la moneda de referencia (para la constitución de la reserva en divisas de los bancos centrales, el intercambio en los mercados de capitales, del petróleo, de los metales y del comercio mundial). Si no hubiera tenido “ese privilegio desorbitado” (el ex Presidente liberal francés Valery Giscard d’Estany dixit) que permite “endeudamiento sin lamentos” (el connotado economista liberal francés Jacques Rueff dixit).
Husson y Palma han calculado que el déficit acumulado de la balanza por cuenta corriente estadounidense, entre 1972 y 2007, frisa los 80 mil 380 millones de dólares. “Es como si Estados Unidos hubieran tenido en sus manos la piedra filosofal”, explican. Cualquier otro país del mundo, con un desequilibrio contable de tal magnitud habría entrado en bancarrota. No Estados Unidos, cuyo billete verde es deseado por todos los habitantes del planeta, desde África a Asia, pasando por Rusia.
El editorialista del New York Times Thomas Friedman resumió un día, a su manera, la cuestión: “es blanqueo de dinero. Le pedimos prestado a China para financiar a Arabia Saudí y aprovechando la coyuntura, llenamos el tanque de nuestros coches”.
El problema radica en que la crisis de las subprimas, la quiebra de los bancos de inversión de Wall Street, la creación del euro y el crecimiento exorbitado de China son simples y llanos síntomas de que el reinado del Patrón-dólar está tocando a su fin. Para Estados Unidos los tiempos del “endeudamiento sin lamentos” se están acabando: para muestra, el botón de los millones de estadounidenses que ya están en el paro.
Durante una famosa rueda de prensa, el 4 de febrero de 1965, el General de Gaulle clamó contra un sistema que permite “a Estados Unidos endeudarse gratuitamente en el extranjero (…). Lo peor es que un sistema como éste retroalimenta la percepción del dólar como una moneda, imparcial e internacional cuando, lo que es, es un medio de crédito que pertenece a un país muy concreto”.
Esta declaración, cuando fue realizada, fue percibida como expresada por un viejo sobrepasado por la modernidad económica y monetaria. Ayudó bastante el hecho de que de Gaulle, asesorado por Rueff, proponía regresar al Patrón-oro: al sistema monetario, en definitiva, anterior a la Primera Guerra Mundial en el marco del cual, toda emisión monetaria tenía que tener relación con un valor equivalente en oro. “Sí –añadía el General [de Gaulle]- el oro, metal inmutable, puede almacenarse en barras, lingotes o monedas; no tiene nacionalidad y desde siempre ha sido, en todo el mundo, el valor fiduciario por excelencia”.
El Patrón-oro ha recibido, desde entonces, ilustres apoyos como el del premio Nobel de Economía Robert Mundell e incluso el de… ¡Alan Greenspan! Su principal virtud: evitar una expansión demasiado grande del crédito y de la deuda e impedir a los Estados convertirse por ende en “falsas cecas”. Los estatistas siempre han odiado el Patrón-oro: Keynes decía por ejemplo que se trataba de una “reliquia bárbara”.
El G20 pretende reconstruir el sistema financiero internacional sin tocar el sistema monetario internacional. Es decir, pretende reconstruir una casa sólida sobre cimientos frágiles y deteriorados. Nicolas Sarkozy hubiera podido convertirse, en Londres, en el portavoz de todos aquellos que consideran que ha llegado el momento de finiquitar el Patrón-dólar. La ocasión es que ni pintada y probablemente él era el único que podía y debía aprovecharla pero, pequeño detalle, Sarkozy no es de Gaulle…
Enlace a texto original en Rebelion
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