A finales de los años 60 el planeta estaba al borde de la hambruna y, según los pronósticos sobre el fin del mundo, la batalla para alimentar a toda la humanidad estaba perdida. El hambre era común en algunos de los países más poblados. Las predicciones de catástrofes malthusianas invadían la lista de bestsellers, y Paul R. Ehrlich escribía en La bomba demográfica que, antes de los años 70 y 80, las víctimas ascenderían a cientos de millones.
Pero el ingenio humano llegó al rescate. Un programa masivo de inversión en investigación agrícola e infraestructura –afanosamente apoyado por el temor estadunidense, en tiempos de la guerra fría, de que los países hambrientos cayesen en brazos de la Unión Soviética– dio como resultado una explosión de la productividad agrícola. Países que nunca soñaron llegar a la autosuficiencia alimentaria se convirtieron en exportadores netos de alimentos.
Esos esfuerzos, encabezados por Norman Borlaug, agrónomo estadunidense que más tarde recibió el Premio Nobel de la Paz, propiciaron el desarrollo de semillas de alto rendimiento y una expansión excepcional del uso de riego, fertilizantes y pesticidas en los países en vías de desarrollo.
En 1968 el salto de la productividad agrícola era tan claro –India, por ejemplo, obtuvo una cosecha récord de trigo, y Filipinas de arroz– que William Gaud, administrador de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, decía que el mundo presenciaba “una nueva revolución”.
“Ésta no es una violenta revolución roja, como la de los soviets, tampoco es una revolución blanca como la del Sha de Irán –expresó Gaud en un discurso hace 40 años–; es una revolución verde”, y así acuñó un término que lo ha sobrevivido.
Sin embargo, como otras, tarde o temprano la revolución verde perdió ímpetu. Hoy el mundo está otra vez al borde de la hambruna, los precios de las mercancías agrícolas aumentan, y se desatan disturbios en países de Haití a Bangladesh. Y para colmo, los esfuerzos por incrementar el abasto –y el apoyo político en Washington y otras capitales– parecen mucho más débiles. Además, elevar la productividad es más difícil por los inusitados precios del petróleo, que encarecen los fertilizantes.
Entre docenas de funcionarios y expertos en agricultura hay una coincidencia general: incluso si la actual crisis alimentaria es resultado de múltiples factores, como demanda de biocombustibles o clima extremo, sus raíces están en la pérdida de vigor de la revolución verde. “El fundamento de la crisis actual es la desaceleración de la productividad agrícola”, dice en Roma Lennart Bage, presidente del Fondo Internacional para el Desarrollo de la Agricultura, de la ONU.
La revolución verde fue, en muchos sentidos, víctima de su propio éxito. El aumento de la producción de alimentos a partir de la década de los 60 fue tan grande, que no sólo evitó la hambruna global, sino también dio inicio a casi 40 años de comida barata y abundante. Por ejemplo, los rendimientos de trigo por hectárea saltaron de menos que 500 kilos a casi 3 mil en la actualidad. En efecto, durante la mayor parte de los años 90 el problema era tanta comida; en Europa se hablaba de “montañas” de granos y “lagos” de leche y vino.
Akinwumi Adesina, vicepresidente de la Alianza para una Revolución Verde en África, dice que esta cornucopia de alimentos baratos generó una profunda sensación de autocomplacencia. “La gente empezó a pensar que la investigación agrícola ya no era necesaria para reforzar la productividad”, ya que había alimento más que suficiente y los precios disminuían.
Como resultado, la inversión en investigación e infraestructura agrícolas declinó de manera brusca. Organizaciones multilaterales, como el Banco Mundial (BM), y los países ricos redujeron la parte destinada al gasto en agricultura dentro de su ayuda para el desarrollo a menos de 3 por ciento en 2004, por debajo de un máximo de 18 por ciento en 1979, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). En términos monetarios, aun ajustada a la inflación, la ayuda para la producción agraria cayó a más de la mitad y quedó en 3 mil millones de dólares (mdd) en 2005, comparada con 8 mil en 1979.
Aunque el financiamiento privado también creció, ante los bajos precios de los alimentos en los mercados mundiales, los esfuerzos se enfocaron en innovaciones que redujeran los costos y no en aumentar los rendimientos. La investigación para aumentar rendimientos y producción fue financiada siempre por el sector público, en especial en aquellas partes del mundo donde los productores no pueden pagar derechos por las nuevas variedades de semillas, expresa Ronald Trostle, de los servicios de investigación del Departamento de Agricultura de Estados Unidos (EU).
La mengua de inversiones se tradujo en una desaceleración del crecimiento de la productividad. Los rendimientos de las cosechas crecieron a una tasa anual promedio de 1.1% entre 1990 y 2007, comparada con la tasa de 2% lograda entre 1970 y 1990. El impacto sobre alimentos básicos como trigo y arroz fue aún más severo; los rendimientos disminuyeron casi 1% anual desde índices de crecimiento de 10% anual a principios de los años 60.
Población y consumo
El declive de la productividad no podría ocurrir en peor momento. La demanda creció esta década por la expansión de la población global y porque las clases medias de países como China consumen más proteínas como carne y leche. El desarrollo de la industria de biocombustibles propicia su demanda; este año, el sector consumió un tercio de la cosecha estadunidense de maíz.
Ahora, por primera vez desde la década de los 70, el mundo vacía lentamente sus reservas de alimentos y consume más de lo que produce. En consecuencia de ello, y también de trastornos climáticos como las sequías, los inventarios están en sus registros más bajos, y los precios, por las nubes. “Esto tenía que pasar”, dice Adesina.
Los políticos toman conciencia de lo urgente de la situación. Manmohan Singh, primer ministro de India, declaró hace poco: “hay una fuerte sensación de que la primera revolución verde terminó”. Según Singh, el mundo necesita una segunda transformación similar para resolver la crisis: “La comunidad global y las agencias internacionales deben concebir una respuesta que conduzca a un salto cuantitativo en la productividad y producción agrícolas, de manera que el espectro de la escasez de alimentos se destierre del horizonte otra vez”.
El problema ocupó el primer lugar del orden del día de la cumbre de la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), que se celebró a principios del mes en Roma, y a la que asistieron más de 40 jefes de Estado. Jacques Diouf, presidente de la FAO, dice que éste fue un raro momento: “Por primera vez en 25 años hay un incentivo fundamental –los altos precios de las materias primas alimentarias– para estimular el sector agrícola. Los gobiernos, apoyados por sus socios internacionales, deben hacer las inversiones necesarias y propiciar un ambiente favorable para las inversiones privadas”. O, como señaló de manera reciente Ed Schafer, secretario de Agricultura de EU: “Si los países no aumentan su producción, la gente pasará hambre. Así de sencillo”.
Pero reproducir la primera revolución será difícil. Cada uno de los tres pilares en los que se apoyó –tecnología aplicada a las semillas, riego y uso intensivo de fertilizantes y pesticidas– parece ahora menos sólido. Esto refleja, de nuevo, la manera en que se abordó el problema la primera vez.
Puesto que millones de vidas estaban en peligro por el hambre y se requerían rápidos resultados, científicos y políticos se enfocaron en aumentar la producción a cualquier costo. Tom Mew, quien fue científico principal en el Instituto Internacional de Investigación sobre el Arroz, en Los Baños, Filipinas, durante los años 60, reconoció esa tendencia hace tiempo en un discurso: “Era una elección difícil, así que nos enfocamos en una agricultura que asegurara que todos tuvieran alimentos”.
El resultado es un sistema agrícola mundial altamente intensivo, que se fundamenta en la disponibilidad de energía barata y accesible para cada parte de la cadena productiva: directamente como combustible e indirectamente para fabricar fertilizantes y pesticidas. Pero con el encarecimiento del petróleo, el costo de algunos fertilizantes subió a más de mil dólares por tonelada, de unos 300 dólares por tonelada hace dos años. Además, el empleo de fertilizantes químicos y pesticidas enfrenta la oposición pública.
La revolución verde original requirió asimismo de enormes cantidades de agua para riego, recurso cada vez más escaso debido al cambio climático y al crecimiento de ciudades y operaciones industriales, en especial en los países en vías de desarrollo.
Por último, el perfeccionamiento de la tecnología de semillas de los años 60 logró mayores producciones y mejor resistencia a sequías e insectos. Los científicos se acercan al límite de lo que pueden hacer con técnicas naturales. El siguiente paso –organismos genéticamente modificados (OGM)– encara fuerte oposición en muchos países.
En resumen, los logros fáciles ya se han alcanzado, excepto en África. Shivaji Pandey, quien participó en la primera revolución y hoy encabeza la División de Producción Vegetal de la FAO, en Roma, dice que el mundo necesita ahora una revolución verde “más inteligente. Tendremos que aumentar la producción agrícola con menos agua y un uso más eficiente de fertilizantes”, afirma. Alexander Evans, profesor del Centro en Cooperación Internacional de la Universidad de Nueva York, dice que la clave es hacer una revolución verde “más verde”. Sostiene: “Tiene que implicar una producción más eficiente”.
Para hacerlo, dicen los expertos, el manejo del agua debería cambiar del riego (más o menos barato) que se usa de manera extensa en el sudeste de Asia a sistemas más caros, como aspersión. Pero esto requeriría inversiones que los países pobres sólo podrían costear mediante donaciones, sostienen los funcionarios. “El agua será un factor restrictivo”, expresa Adesina.
Los fertilizantes plantean un desafío mayor. La FAO cree posible economizar su empleo, en especial en algunos países del sudeste asiático, con programas que eduquen a los agricultores sobre cuánto y cuándo utilizarlos. Pero a largo plazo, dicen los expertos, el uso de fertilizantes crecerá, en particular en África, lo que significa que los países donantes tendrán que subsidiar sustancias químicas para países pobres.
El experto Tom Lumpkin, director del Centro Internacional de Mejoramiento de Maíz y Trigo, en El Batán, México, agrega que, a la luz de la crisis, los países tendrán que reconsiderar su oposición a los OGM. “Necesitamos la ciencia para volver a la agricultura”, dice Lumpkin.
Hoy, 100 millones de hectáreas, casi 8% de la tierra cultivable del mundo, se siembran ya con OGM. Es probable que los partidarios de la tecnología, como EU y Brasil, presionen para imponer su idea de que podrían resolver el problema. Gaddi Vasquez, embajador de EU ante la FAO, dice que para aumentar las cosechas “uno de los caminos más prometedores pasa por los OGM”.
El BM expresó este año que la agricultura estaba preparada para otra revolución tecnológica, utilizando los instrumentos de la biotecnología. “Pero hay considerable incertidumbre respecto de si esta revolución podría convertirse en realidad en el mundo pobre, debido a la baja inversión pública en estas tecnologías y a las polémicas sobre sus riesgos”, advirtió.
Además, el clima político actual es menos favorable a los grandes envíos de dinero de países ricos a los pobres. Hoy nadie teme una toma de poder comunista; la inversión que se requiere tendría que ser un intento de mejorar las vidas de millones.
Con independencia de los planes que trazaron los dirigentes del mundo en la cumbre de la FAO, funcionarios y expertos coinciden en afirmar que el mundo tiene que solventar rápidamente la crisis y evitar otra en pocos años. Hace unos días, la OCDE y la FAO manifestaron en su Perspectiva Agrícola 2008-2017 que las inversiones públicas y privadas para la innovación y el incremento de la productividad agrícola “mejorarían enormemente las perspectivas del abasto al ampliar la producción base y disminuir la posibilidad de que se repitan picos de precios en materias primas”.
Pero el tiempo escasea. Robert Zeigler, director del Instituto Internacional de Investigaciones sobre el Arroz, dice que llevará 10 años desarrollar las variedades de semilla y construir la infraestructura requerida para una segunda revolución verde. “En realidad, deberíamos haber empezado hace 10 años para evitar los problemas de hoy”, dice.
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