jueves, 26 de junio de 2008

Crisis financiera: especulación sin restricciones

Alejandro Nadal

La peor crisis financiera en Estados Unidos desde 1929 confirma lo que ya se sabía, por lo menos desde Keynes. Las expectativas en los mercados financieros tienden a sobre-reaccionar frente a buenas o malas noticias, amplificando las señales y conduciendo a una volatilidad excesiva en los precios de los activos. Por eso los mercados financieros son sistemas dinámicos altamente inestables en los que la valorización de títulos es altamente irracional.

Esa volatilidad es un monstruo que se alimenta a sí mismo: es el motor de la especulación, generando ciclos de burbujas en expansión o en contracción súbita luego de reventar. Pero a partir de 1973 el entramado regulatorio que mantenía al sector financiero bajo cierto control, fue desmantelado sistemáticamente.

Bancos, corredurías, aseguradoras, afianzadoras y toda la gama de agentes que viven en las entrañas de los mercados bursátiles cantaron la misma canción: la “desregulación” fue promovida al amparo de la hipótesis de los mercados eficientes. Algunas voces en el medio académico y en las agencias regulatorias aconsejaron prudencia, pero las necesidades del capital financiero se impusieron y salieron victoriosas. Hoy todo mundo (literalmente) está pagando las consecuencias.

La eliminación de reglas aumentó la opacidad y vio el surgimiento de nuevos participantes y productos en operaciones de muy fuerte apalancamiento: fondos de cobertura de riesgo, productos derivados y sintéticos altamente complejos, los llamados vehículos de inversión estructurada (SIV), las obligaciones de deuda colateralizadas (CDO), etcétera. Estas innovaciones en los mercados financieros son difíciles de apreciar correctamente. En muchos casos, las operaciones sobre estos instrumentos son “especiales” y se colocan por fuera de los estados financieros de los bancos y las corredurías. Además, muchas de las compañías calificadoras tienen inversiones en este tipo de instrumentos, con lo que se encuentran en un claro conflicto de intereses. Todo eso contribuye a una situación de falta de transparencia y hace muy difícil la supervisión por las agencias reguladoras que todavía subsisten, aunque reducidas a su mínima expresión.

Mientras los promotores de la desregulación financiera pedían menos intervención del Estado aduciendo el funcionamiento eficiente del mercado, la eliminación de reglas conducía a mayor inestabilidad. Un ejemplo claro de esto es la debacle y rescate fallido de Bear and Stearns, conglomerado que era a la vez banco de inversiones, correduría y agente en el mercado bursátil.

Uno de los factores que convirtió la crisis del mercado hipotecario en una enfermedad contagiosa es la bursatilización de títulos. Este proceso coloca barreras entre los tenedores de títulos y los deudores, haciendo difícil la correcta valuación del riesgo crediticio. Por ejemplo, en la crisis del mercado hipotecario intervinieron múltiples agentes: desde el corredor de bienes raíces, el evaluador, el banco hipotecario, el banco de inversiones que rempaquetaba los créditos hipotecarios como deuda colateralizada, hasta las agencias calificadoras que otorgaban un rating triple A para ese tipo de inversiones. Todos esos eslabones estuvieron cobrando una prima y transferían el riesgo al siguiente eslabón en la cadena que cada vez tenía menor capacidad y vocación para apreciar correctamente la solvencia del deudor. El resultado final: productos financieros tóxicos que se distribuyeron por todo el sistema financiero, bancario y no bancario.

La crisis financiera también es provocada por los métodos de compensación y retribución de los funcionarios de los bancos y corredurías. Este sistema de compensaciones está basado en bonos al buen desempeño definido en términos de ganancias de corto plazo. Esto aumenta el llamado riesgo moral al premiar la especulación y el comportamiento irresponsable. Sin esquemas de penalización, los altos cuadros de corredurías y bancos tienen fuertes incentivos para aceptar riesgos altísimos que normalmente habrían sido rechazados.

La necesidad de establecer una nueva regulación sobre el sistema financiero debería ser atendida inmediatamente. Pero la realidad es que a nivel nacional e internacional se sigue favoreciendo el esquema de la “autorregulación”, donde la llamada disciplina del mercado y una serie (mínima) de principios básicos es todo lo que se necesita para asegurar el buen desempeño del sistema financiero. Eso es lo que está detrás de los acuerdos de Basilea II. Parece que en la economía capitalista mundial el poderío del sector financiero ha logrado imponer el débil esquema regulatorio que conviene a sus intereses.

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