Joseph Stiglitz
Hace más de 75 años, la confianza en la economía de mercado recibió un duro golpe cuando el mundo se hundió en la Gran Depresión. Adam Smith había dicho que el mercado conduce la a la eficiencia económica y el bienestar de la sociedad, como si hubiera una suerte de mano invisible. Era difícil creer que Smith tuviera razón cuando uno de cada cuatro americanos carecía de empleo. Algunos economistas mantuvieron su fe en la autorregulación de los mercados; decían que bastaba con tener paciencia, que a largo plazo operarían las fuerzas restauradoras del mercado y nos recuperaríamos. Pero la réplica de Keynes gobierna el día a día: a largo plazo estaremos todos muertos. No podemos esperar. Actualmente incluso los conservadores creen que el Estado debe intervenir para mantener la economía en el pleno empleo o cerca de él.
Aquellos que creen en los mercados libres acaban de recibir otro duro golpe: aún no nos hemos hundido en una recesión “oficial”, pero ha pasado más de medio año desde que se creaban algunos nuevos empleos y, significativamente, nuestra fuerza de trabajo sigue creciendo. Si la Gran Depresión minó la confianza en la macroeconomía (la capacidad de mantener el pleno empleo, la estabilidad de precios y el crecimiento sostenido), la que está siendo ahora destruida es la confianza en la microeconomía (la capacidad de mercados y empresas de asignar eficientemente trabajo y capital). Los recursos estaban mal asignados y los riesgos, tan gravemente mal administrados que el sector privado tuvo que ir corriendo al Estado en busca de ayuda, no fuera cosa que desapareciera el sistema entero. Aun con intervención federal, he calculado en más de un billón y medio el desajuste acumulativo entre lo que nuestra economía podría haber producido ―hemos invertido más en negocios reales que, por decir algo, en hipotecas para la gente a que no les alcanza el dinero para una casa― y lo que produciremos durante el período de disminución.
La culpa ha recaído justamente en los mercados financieros, porque es su responsabilidad asignar capital y administrar el riesgo, y su fracaso ha reavivado varias de las viejas preocupaciones de la izquierda política (y económica). Algunos veían desde hace tiempo con preocupación que el conjunto de la economía estadounidense, cuya vinculación a la producción decrece y cuya dependencia del sector servicios (servicios financieros incluidos) crece, fuera una casa de tarjetas. Al cabo, ¿no son los productos sólidos ―los alimentos que comemos, las casas en que vivimos, los coches y aviones que usamos para desplazarnos, el gas y el petróleo que nos proporcionan calor y energía― el “corazón” de la economía? Y, si ello es así, ¿no representan la parte mayor de nuestro producto nacional?
La respuesta es simplemente no. Vivimos en una economía del conocimiento, de la información y de la innovación. Porque de nuestras ideas podemos comer todo lo que podamos ―y más de lo que deberíamos― con sólo un 2% de la mano de obra empleada en la agricultura. Aun con sólo un 9% de nuestra mano de obra en la industria, seguimos como el mayor productor de bienes industriales. Es mejor trabajar inteligentemente que duro, y nuestras inversiones en educación y tecnología nos han permitido disfrutar de mayor calidad de vida ―y más larga― que nunca antes. El dominio de Norteamérica en tan variados campos de la alta tecnología es el testimonio del rendimiento real de esos gastos en soft. En efecto, pienso que haríamos bien si tuviéramos más recursos en esos sectores.
Pero el ver que nuestro éxito reciente se basa en una casa de tarjetas tiene más que una pizca de verdad. En los últimos años, los mercados financieros han creado un casino de ricos gigante, en que jugadores potentados pueden hacer apuestas de billones de dólares contra otros. Estoy entre quienes creen que debe permitirse a los adultos gran libertad en lo que hagan, mientras no perjudiquen a otros. Pero ahí está la fricción. Esos dilapidadores no se juegan solamente su propio dinero. También se juegan el de otra gente. Ponen en riesgo todo el sistema financiero, esto es, todo el sistema económico. Y ahora todos pagamos el precio.
Los mercados financieros han sido considerados como el cerebro de la economía. Se supone que asignan capital y administran el riesgo. Cuando hacen bien su trabajo, las economías prosperan. Cuando lo hacen mal, como estamos aprendiendo de nuevo, todo el mundo sufre. Los mercados financieros son ampliamente recompensados por su trabajo ―en años recientes han recibido más del 30% de los beneficios empresariales― y mantra habitual en economía fue que esas recompensas fueran proporcionales a su beneficio social. Esto es, los brujos financieros pueden irse con una gran cantidad de dinero, pero el resto de la sociedad está en mejor posición económica porque nuestro capital genera mucha más productividad que en sociedades con mercados financieros menos desarrollados ―y menos recompensados―. Parte de las recompensas que acumulan para los mercados financieros son para promover la innovación a través de empresas de capital de riesgo y similares.
Pero no todas las innovaciones aumentan el bienestar, ni siquiera cuando aumentan los beneficios. Por ejemplo, los beneficios del tabaco pueden haber aumentado cuando la industria tabaquera ha desarrollados productos más adictivos, pero difícilmente puede decirse que haya mejorado la posición de quienes murieron como resultado de ello ni la de sus familias ni la de los contribuyentes que tuvieron que cargar con la cuenta de los costos sanitarios aumentados. Compañías alimenticias que actualmente, aprendiendo de la experiencia del mismo libro de jugadas, desarrollan productos que conducen al comer compulsivo ―con la resultante epidemia de obesidad― pueden tener beneficios crecientes, pero no los obtiene el bienestar social. Microsoft fue ingenioso en sus estrategias para apalancar el poder monopólico que tenía mediante el control sistema operativo de los PC; aumentó sus beneficios, pero mediante la aniquilación de rivales como Netscape, eso tuvo un efecto escalofriante en innovación.
La tarea de desenmarañar todo lo que iba mal en nuestro sistema financiero es una dificultad, pero, en esencia, la última innovación del sistema financiero fue inventar estructuras de honorarios a menudo lejos de la transparencia y que le permite generar beneficios enormes, recompensas privadas no proporcionales a sus beneficios sociales. Las imperfecciones informativas (resultado de la no transparencia) condujeron a imperfecciones competitivas, lo que contribuye a explicar por qué el tope de beneficio habitual que la competencia conduce a cero parecía no obtenerse. Uno debería haber sospechado que algo iba mal cuando un banco tras otro obtenía tanto dinero año tras año. Uno debería haber sospechado que algo iba mal en el sistema económico cuando millones de americanos debían miles de millones a compañías de tarjetas de crédito y bancos en “cargos por atraso”, “penalizaciones” y multiplicidad de cargos, transformando una tasa de interés anual del 20% en una usurera tasa de interés efectivo del 100% o más para quienes se rezagaban en los pagos.
Acaso los peores problemas ―como los del mercado hipotecario subprime― sucedieran cuando las no transparentes estructuras de honorarios interactuaron con los incentivos para la adopción de riesgo excesivo en que los directores financieros lograron mantener altos rendimientos un año, incluso si esos rendimientos eran más que compensaciones por pérdidas durante el siguiente. Detrás de la crisis subprime había hipotecas diseñadas para promover la refinanciación de viviendas, un esquema piramidal que generaban miles de millones de dólares en honorarios para la compañía hipotecaria mientras los precios de la vivienda siguieran aumentando. Era inevitable que la burbuja reventara. Pero, para entonces, los beneficios que se han embolsado asegurarían de por vida a esos brujos financieros o, al menos, ésa era su esperanza.
Por decirlo de otra manera, habían asignado capital y riesgo en el sector financiero de una forma que alimentó la economía, que les habría dado generosos beneficios. Pero querían más y, así, establecieron estructuras de incentivos que promovían el juego. Si jugaban y ganaban, se podían ir con una parte de los beneficios. Si jugaban y perdían, los inversores soportarían las consecuencias. Era casi como si todo el sistema financiero se hubiera convertido en un casino gigante en que el sistema estaba amañado para garantizar la marcha del juego con enormes rendimientos a expensas de los jugadores. Pero en Las Vegas y Atlantic City el juego era casi de suma cero: los beneficios de los propietarios del casino eran aproximadamente iguales a las pérdidas de los jugadores. El sistema financiero-casino, por otra parte, es un juego de suma negativa. Ésos en Wall Street han podido marcharse con miles de millones, pero esos miles de millones han quedado diminutos por los costes que hemos tenido que pagar el resto de mortales. Algunos han perdido sus hogares y ahorros ―huelga decir nada de los sueños sobre su propio futuro y el de sus hijos―. Otros son inocentes que se resistieron a las falsas promesas de los corredores hipotecarios y de las compañías de tarjetas de crédito, pero ahora, cuando la economía flaquea, se encuentran fuera de sus empleos. Y los pobres son perjudicados en medida en que los ingresos estatales caen en picado, forzando recortes en los servicios públicos.
Los males actuales en el sistema financiero de América no son un accidente aislado, uno de esos acontecimientos raros y que sólo suceden una vez cada cien años. En efecto, ha habido más de un centenar de crisis a escala mundial en los últimos 30 años. Sólo en los Estados Unidos habíamos tenido la crisis de las sociedades de ahorro y préstamo en 1989, los problemas punto com/WorldCom/Enron de los primeros años de esta década y ahora la quiebra subprime que se ha metamorfoseado en un desplome de mayor envergadura. Además de esos problemas nacionales, había problemas regionales: crisis inmobiliarias alimentadas por préstamos excesivos en Tejas y el suroeste a mediados de los ochenta y en California y Nueva Inglaterra a principios de los noventa. En cada uno de estos ejemplos, los mercados financieros fallaron en lo que supuestamente hacen: asignar capital y administrar riesgo. A finales de los noventa, por ejemplo, se asignó tanto capital a la fibra óptica que, en el momento del crack, se calcula que el 97% de ella no había visto la luz.
Brevemente, el problema de la economía estadounidense no es que tenga asignados demasiados recursos a las áreas “soft” y demasiado pocos a las “hard”. No hace falta que asignemos demasiados recursos al sector financiero y le recompensemos demasiado generosamente, a pesar de que puedan exponerse robustos argumentos a tal efecto. El problema es que se dedica demasiado poco esfuerzo a administrar los riesgos reales importantes ―posibilitar a los americanos corrientes permanecer en sus hogares frente a las vicisitudes económicas―, mientras que se fue demasiado en la creación de productos financieros que aumentan el riesgo. Se ha gastado demasiada energía intentando hacer dinero fácil; se ha dedicado demasiado esfuerzo a aumentar beneficios mientras que no se ha dedicado el suficiente para aumentar la verdadera salud, si la salud viene de la producción o de ideas nuevas. Hemos aprendido una lección dolorosa, tanto en la década de los treinta como ahora: la mano invisible a menudo parece invisible porque no existe. En el mejor de los casos, es más que una pequeña parálisis. En el peor, la persecución del propio interés ―la codicia empresarial― puede conducir al tipo de apuro a que hoy se enfrenta el país.
Joseph Stiglitz es profesor en la Universidad de Columbia, ganador del Premio Nobel de Economía en 2001 y coautor de The Three Trillion dollar War.
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