El reformismo se ha convertido en palabra clave de una nueva ideología que predica el evangelio del crecimiento económico mientras el populismo recita el mantra de la seguridad y de un renovado proteccionismo de base supranacional de las comunidades locales. El ejemplo más significativo de mitigación de los efectos del libre mercado en el mundo son los proyectos de la Fundación de Melinda y Bill Gates. O la propuesta de una tercera vía que supere la distinción entre izquierda y derecha.
Por Ugo Mattei (*) - Il Manifesto
Es difícil encontrar en la jerga política italiana contemporánea un término más difundido que el de “reformismo”. Es más, es difícil encontrar una ideología política más responsable de la catástrofe electoral de las fuerzas democráticas de este país, simbolizada por la pancarta con la inscripción “Veltroni santo, ya!”, expuesta por los fascistas que hoy se señorean en el Campidoglio.
Es indiscutible que el uso reciente dado por la izquierda al término “reformismo” debe constituir el punto de partida de cualquier análisis sobre su completa derrota. La necesidad de “emprender reformas” fue invocada en campaña electoral tanto por los líderes políticos de derechas como de izquierdas, hasta el punto de convertirse en el mínimo común denominador de la política italiana contemporánea: la reforma electoral, la reforma escolar, la reforma sanitaria, la reforma universitaria, la reforma profesional, la reforma del mercado de trabajo. ¿Qué se esconde tras esta extendida ideología? Es bastante obvio que el término reformista transmite un tranquilo mensaje de moderación. Al mismo tiempo , sin embargo, esconde una feroz determinación securitaria. El reformista, a diferencia del revolucionario, no destruye, no trastoca, no revoluciona el status quo. Siempre está del lado de la autoridad constituida que garantiza seguridad a su propiedad. No está satisfecho con algunos aspectos del sistema y, aunque suscribe su lógica de fondo, procura mejorarlo, repensarlo, favorecer su desarrollo, transformarlo de manera tal vez radical, pero armónica, progresiva y siempre compatible con los fundamentos del orden propietario consolidado.
La expresión “reformismo” pone el énfasis en el proceso de transformación más que en su contenido, y admite la necesidad de rediseñar algunos aspectos del sistema institucional para obtener crecimiento y desarrollo. Este es el declarado mensaje bipartidista de la mayoría y de la oposición que compiten de acuerdo a las reglas electorales de una “democracia liberal occidental moderna”. Se trata de un tranquilo mensaje subliminal, que coloca a la expresión “reformismo” bajo una luz benévola, al tiempo que estigmatiza como extremista y veleidosa a cualquier voz alternativa.
De Bentham a Carlo Rosselli
En la era del reformismo bipartidista, la antigua oposición entre conservador y reformista se esfuma, ya que el primero queda irremisiblemente condenado a la “inevitable” y “natural” aceleración histórica y tecnológica de la era postmoderna. Por razones en buena medida análogas pero especulares, se esfuma también la contraposición entre revolucionario y reformista. En efecto, aunque el término reformista fue acuñado por Jeremy Bentham en 1811, quien lo situó en el centro de la reflexión política del movimiento obrero a mediados del siglo XIX, fue Eduard Bernstein el primero en poner en cuestión la inminencia de la revolución proletaria, sosteniendo la necesidad de alianzas estratégicas con los partidos burgueses. El reformismo socialista, teorizado en Francia por Alexandre Millerand en un famoso libro de título homónimo, conquistó a algunos de los más prestigiosos dirigentes del Partido Socialista Italiano a inicios del corto siglo XX. Cabe recordar, por ejemplo, a Turati, Treves, Bissolati, Bonomi, Carlo Roselli, Matteotti y Gaetano Salvemini, la mayoría expulsados en el congreso de Livorno de 1912 y tachados, precisamente, de revisionistas, un término que para entonces ya estaba contaminado de connotaciones negativas. Por supuesto, esta corriente reformista, que tuvo un peso notable en la Segunda Internacional (1889-1914) compartía el proyecto de igualdad y justicia social del movimiento socialista, pero se distinguía por el método legalista y gradualista, más que revolucionario, con el que el objetivo final debía alcanzarse. La idea de reformismo, en otras palabras, estaba imbricada en un vasto proyecto internacionalista, redistributivo y de emancipación de las clases sociales más necesitadas, una aspiración completamente perdida en la actual concepción bipartidista.
El terremoto reaganiano
En materia de política económica, el término reformista se manifiesta en las grandes transformaciones del modelo liberal propugnadas por los defensores del Estado de bienestar, en particular en su versión keynesiana. Esta concepción fue barrida, tras la crisis del petróleo de los años 70’, por la “revolución” reaganiana y tatcheriana que contribuiría al hundimiento, en pocos años, de la experiencia del socialismo realmente existente. Es precisamente en el marco de las transformaciones del contexto político-cultural global donde nace la actual ideología del reformismo, una teoría animada no por un proyecto básico de justicia social sino, por el contrario, orientada principalmente a la reconstrucción de un sistema capitalista lo más eficiente posible.
En este ámbito, el ordenamiento jurídico, lejos de postularse como un instrumento de limitación de los impulsos posesivos individuales, se propone estimular su despliegue sin cortapisas. El argumento de fondo es que estos impulsos, guiados por una mano invisible en un proceso puramente privado, acabarán por favorecer, al menos de forma indirecta, también a los sujetos más débiles, en virtud del “derrame hacia abajo” (el llamado trickle down effect) de los beneficios de un crecimiento económico sostenido.
El proyecto reaganiano y tatcheriano no intentó remozar aspecto alguno del modelo contra el que se rebelaba. Por el contrario, contemplado con perspectiva global, trastocó con violencia “revolucionaria” todo su contenido político y cívico. Lo que se derrumba con la caída del Muro de Berlín, haciendo retroceder en casi dos siglos el significado del reformismo, son precisamente los presupuestos de la constitución económica de un modelo mixto (público y privado) que el estado del bienestar había producido y constitucionalizado a partir de la experiencia de la República de Weimar y luego, en Italia, con la constitución de 1948 y el gran compromiso entre Togliatti, Dossetti y Eunadi. Desde el punto de vista del contenido, en el nuevo orden global en el que el crecimiento económico se considera prioritario, con independencia de toda preocupación distributiva, el reformista sólo se propone mitigar los aspectos más extremos e inhumanos del modelo dominante. De esta manera, el término adquiere una acepción no muy distinta a la que permite presentar como reformistas a reyes “ilustrados” como María Teresa de Austria, Leopoldo de Toscana, Federico II de Prusia, Carlos III de Nápoles o Catalina II de Rusia. Una visión profundamente anclada en la desigualdad sustancial de los derechos de propiedad, que hace suyo un modelo autoritario, clasista, etnocéntrico, pero que se preocupa, sin embargo, por su “rostro humano” (el plan para África de Tony Blair o la Fundación de Bill y Melinda Blair son, en este sentido, emblemáticos)
Este reformismo de la “tercera vía”, que a partir de los trabajos de Anthony Giddens pretende expugnar el frente intelectual y político que, al menos en Europa, separaba la izquierda de la derecha, encuentra en Tony Blair y Bill Clinton a los dos héroes epónimos capaces de naturalizar y encajar en el bipartidismo las recetas neoliberales confeccionadas una década atrás en interés de los actores fuertes de los mercados financieros globales (instituciones financieras internacionales, bancos, compañías de seguro, fondos de inversión). Dos héroes que no están solos en Occidente. Que en Alemania tienen a Schroeder, quien con la ayuda del Fondo Monetario Internacional, marginó a Oskar Lafontaine. Y que en Italia tienen a Massimo D’Alema (primer ministro post-comunista ansioso por participar en las guerras globales) y a Romano Prodi, ambos dispuestos a hacer pasar el reformismo neoliberal como pensamiento de “izquierdas” y a abrir paso así a una gran convergencia bipartidista. La creación de una ideología reformista que actúe como instrumento del abandono de la distribución en beneficio de la producción y de la acumulación concentrada de riqueza, permite abrazar sin traumas este modelo de desarrollo totalmente “mercantilista” (acompañado por la retórica de la competencia pero basado, en la práctica, en el oligopolio). Un modelo que entre nosotros ha sido celebrado con entusiasmo por el Partido Democrático, justo cuando la derecha social neocorporativista, curiosamente, comenzaba a revisarlo, a través de la impresionante pirueta de Giulio Tremonti, campeón de las privatizaciones y las finanzas creativas (La paura e la speranza, Mondadori, 2008, ha sido un best-seller de campaña electoral, capaz de vender, simultáneamente, anti-mercantilismo, securitarismo y xenofobia).
También en la izquierda, las periódicas y dramáticas convulsiones productivas –la crisis de los mercados asiáticos de 1997, la crisis de las suprime y recesión actual-, pero sobre todo el progresivo ahondamiento de la brecha entre ricos y pobres que de manera estructural condena a África y a otros países subalternos al hambre y la sed, deberían conducir a un honesto replanteamiento de los términos de la cuestión “reformista”. El economista austriaco Joseph Shumpeter escribió una vez que así como los frenos permiten a un vehículo avanzar rápido y sin accidentes, lo mismo ocurre con el modelo económico capitalista. Esta idea fue retomada por Michel Albert en su célebre ensayo sobre los dos capitalismos (el anglosajón y el renano) y ha sido desarrollada en la literatura jurídica y económica más sensata, aunque minoritaria. No obstante, ha obtenido escaso eco en las discusiones sobre política económica italiana. Entre nosotros el reformismo se mide con el metro de las liberalizadoras medidas “sábana” del ex ministro de Prodi, Pierluigi Bersani, y hace suya la cruzada contra los “límites de todo tipo” a la libre empresa (los lacci e lacciuoli de los que hablaba Guido Carlo, un maestro de la derecha clásica). Las reformas orientadas a la liberalización desacreditan así, de manera sistemática, los controles jurídico públicos (los lacciuoli, precisamente) al dirigirse a taxistas, farmacéuticos y, sobre todo, a trabajadores autónomos (en defensa de este punto se han mostrado particularmente activos los profesores Giavazzi y Alesina) y dependientes, ensañándose, en nombre de la flexibilidad, con las garantías obtenidas por los trabajadores a lo largo de las luchas sindicales de los años 60’ y 70’ (el nombre que cabe citar aquí es el de Pietro Ichino).
El asalto de los mercados financieros
Este reformismo neoliberal, evidentemente, otorga licencia económica, política y cultural al actual centro del capitalismo internacional, los Estados Unidos, que a pesar de atravesar una profunda crisis, han colonizado el imaginario postmoderno de Europa y de otros países periféricos y semi-periféricos, para utilizar la geoeconomía elaborada por Immanuel Wallerstein. El llamado capitalismo estadounidense, tras haber determinado el fin del socialismo real en la Unión Soviética, ha lanzado un durísimo ataque contra el capitalismo social europeo, desacreditándolo como un burocrático conjunto de “lacci e lacciuoli” que impiden su despegue hacia el empíreo paraíso de los mercados financieros (pero que acaso impidan también su caída en las cumbres de los fondos suprime). Son estas, en realidad, las cuestiones que se ocultan tras la atractiva y tranquilizadora bandera del reformismo postmoderno. Una religión del crecimiento y del desarrollo sostenida incluso culturalmente por los oligopolios globales. Una radical subversión de la idea reformista que, nacida de un pensamiento emancipatorio socialista e internacionalista, no podía sino colocar la igualdad, la justicia social y la redistribución de riquezas por medio del derecho, en el primer lugar de las preocupaciones de una política que aspiraba a ser una política civilizatoria y que estaba dispuesta a hacerse cargo de las impostergables demandas del resto del planeta. El actual reformismo eurocéntrico, más bien provinciano, no es sino una ideología de resistencia del Occidente opulento que defiende de forma desesperada (con tonos más o menos insoportables) los frutos de su pluricentenaria depredación. Que se trata de una política suicida lo ha experimentado ya el Partido Democrático. La demografía y nuestros hermanos hambrientos nos mostrarán pronto que si no se revierte este rumbo lo único que queda es la catástrofe anunciada.
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(*) Ugo Mattei (Turín, 1961) es catedrático de derecho internacional y comparado en la Facultad de Derecho (Hastings College of Law), de la University of California, y de derecho civil en la Facultad de Jurisprudencia de la Università degli Studi de Turín. Civilista europeo de vivísimo ingenio –del temple de sus dos grandes maestros, Rodolfo Sacco y Rudolf Schlesinger—, rojo impenitente, trabajador infatigable, académico de libro, common lawyer a la anglosajona y abogado de todo género de causas, cruza el Océano Atlántico al menos dos veces al año para impartir sus clases, un semestre en San Francisco y otro en Turín. La editorial italiana Il Mulino acaba de publicar su libro: Invertire la rotta. Idee per una riforma della proprietà pubblica [Invertir el rumbo. Ideas para una reforma de la propiedad pública], coescrito con Edoardo Reviglio e Stefano Rodotà.
Traducción para Sin Permiso de Gerardo Pisarello
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