El comunismo es posible
Carlos Pérez Soto
Profesor de Estado en Física
La izquierda ha dejado de hablar del comunismo. Los tiempos son difíciles, ya se sabe. Pero yo tengo la impresión de que esto es un indicio más de como y hasta que punto hemos perdido el horizonte de nuestras luchas.
Por un lado, desde la bolchevización de los partidos marxistas, bajo
No tengo que explicar que todos esos gobiernos se fueron catastróficamente al hoyo, en menos de cinco años, dando lugar a un conjunto de países bananeros que tratan de sobrevivir a la marea del saqueo neoliberal y el bandidaje. Los pocos que aún podrían considerarse herederos del bloque socialista o se están acomodando a grandes trancos a la lógica del mundo capitalista, o están arruinándose lentamente bajo la presión del bloqueo económico y la falta de respaldo de los países que los sostenían. Para muchos, con alegría y alivio en la derecha, con resignación forzada o alivio oportunista en la izquierda, estas catástrofes han significado “el fin del comunismo”.
Pero, ¿cómo podría entenderse el fin de una sociedad posible?. ¿En qué sentido algo que aún no ocurría puede haberse acabado?. Quizás lo que quieren decir, de manera trivial, es que sin “los comunistas” ya no se puede esperar que se llegue al comunismo. Quizás lo que quieren decir, de manera más profunda, es que el fracaso de los países socialistas mostró que una sociedad comunista es simplemente imposible.
Dos cuestiones previas, una de tipo político y otra de tipo filosófico, son necesarias para volver a pensar la posibilidad del comunismo. Una es ser capaz de romper radicalmente con esas dictaduras infames que se llamaron a sí mismas socialistas que, consideradas de manera marxista, no fueron sino las dictaduras de unas clases burocráticas que usufructuaron del producto social a través de relaciones de explotación sobre sus propios pueblos. Otra es considerar la idea de “posibilidad” de manera post ilustrada, no como sinónimo triunfalista de “necesidad” sino en el sentido propio y fuerte de “posible”.
El desastre del socialismo real puede ser descrito y explicado de manera marxista. Para hacerlo es necesario asumir algunos puntos que son duros, pero que no contradicen lo que es esencial en el marxismo. Uno es entender al dominio burocrático como un dominio de clase. Esto significa que la propiedad social perfectamente podría ser un sistema de legitimación de una forma de explotación, y el centralismo democrático, elevado a forma de organización del Estado, una forma de ordenar el dominio totalitario sobre el conjunto del pueblo. Esto significa asumir que en nuestra política futura debemos estar prevenidos respecto de la posibilidad de que también el gobierno, por sí mismo, la clase política, por sí misma, puedan ser partes, con intereses propios, del bloque de clases dominante. Pero, otro punto, cuando hacemos la evaluación histórica de la relación entre lo que los bolcheviques quisieron hacer y lo que efectivamente ocurrió, es asumir la posibilidad de que la propia voluntad revolucionaria sea una voluntad enajenada. Es decir, que no podemos demostrar la transparencia entre la voluntad y sus resultados, no podemos garantizar los efectos que surgen de nuestros actos ... y, aún así, asumir que es preferible correr el riesgo. O mejor, asumir que estamos ya en pleno riesgo de nuestras vidas, y que queremos vivirlos intentando sostener nuestra voluntad ante la determinación histórica.
Este segundo punto está relacionado con la idea de “posibilidad”. El marxismo clásico frecuentemente planteó la perspectiva comunista como necesaria, es decir, tarde o temprano, de una u otra forma, las ruedas de la historia terminarían aplastando a los que quisieran oponerse a ellas, a su sentido progresivo, a su tendencia hacia el advenimiento de una sociedad sin clases. Por cierto esta necesidad nunca fue planteada como una necesidad “mecánica”. Siempre se enfatizó que sólo podía realizarse de manera efectiva a través del ejercicio de la consciencia y la voluntad de transformación. El comunismo sería resultado de ciertas leyes históricas que operaban a través de la acción consciente de los trabajadores. Sin embargo, como no había duda alguna en torno a la posibilidad de formar esa consciencia de cambios, esta participación de la consciencia no era sino un detalle en el plan general: las leyes de la historia actuarán de manera objetiva, las consciencias que se requieren para hacerlas operar son plenamente posibles. El resultado es que una sostenida acción revolucionaria podría garantizar que a la larga se alcanzaría el comunismo sin duda alguna. Para muchos esta confianza, este optimismo en buenas cuentas ilustrado, era una fuente de la fuerza con que se integraba e impulsaba la lucha, hasta el grado de alcanzar una consciencia cuasi mesiánica : hoy sufrimos, pero tiene pleno sentido, nuestros nietos serán felices.
No tengo que explicar a estas alturas que los aplastados por “las ruedas de la historia” una y otra vez hemos sido nosotros. La verdad es que, considerando el estado real del mundo, y poniéndonos una mano en el corazón, no le estamos ganando mucho a nadie. Ya no estamos en posición de mantener el optimismo triunfalista que las vanguardias marxistas del siglo XX sostuvieron como parte de su fuerza y su propaganda. Y es sano asumirlo y operar en consecuencia. El marxismo, y con él el modelo comunista de sociedad, ha perdido radicalmente su verosimilitud, sobre todo ante quienes más importa para una perspectiva revolucionaria : para los trabajadores mismos. Tratar de tapar este hecho de enorme magnitud política acudiendo a los muchos ejemplos aislados de luchas reivindicativas que se mantienen de manera heroica en diversos lugares del mundo es simplemente dar la espalda a la realidad flagrante y desastrosa. Es necesario volver a tomar contacto con la realidad de una perspectiva revolucionaria, más que con la permanente sucesión de ejemplos heroicos, que nunca dejará de consolarnos, pero que no logrará hacer más que eso.
Una condición mínima para esta vuelta a la cordura revolucionaria es abandonar el mesianismo explícito o implícito, la perspectiva triunfalista, el optimismo irreflexivo. Hay razones para ser optimista, lo que estas razones muestran es que el comunismo es posible, lo que no muestran ni pueden mostrar es que ocurrirá de manera necesaria. Es necesario asumir que es perfectamente posible que la humanidad persista de la explotación a la explotación, y de la estupidez a la estupidez eternamente, sin ir nunca más allá de la lucha de clases. Hoy es perfectamente incluso que los seres humanos sean simplemente exterminados por la irresponsabilidad suicida de las grandes potencias en una guerra nuclear, o en un desastre biológico, intencional o incluso accidental. El siglo XXI no será muy agradable para las perspectivas de la historia humana. El desastre ecológico, la miseria absoluta de cientos de millones de seres humanos, la violencia extrema en las grandes ciudades, los poderes nucleares, las armas químicas y bacteriológicas ... la lista es larga. Estos ya no son tiempos para optimismos ilustrados de ningún tipo.
Sin embargo yo creo que se puede defender racionalmente la idea de que el comunismo es posible. Y voy a ofrecer en lo que sigue lo que podría ser al menos la estructura del argumento que permite esta confianza que la razón le puede ofrecer a la voluntad para que pueda hablar, así como la voluntad puede ofrecer sus confianzas a la razón para que pueda pensar.
Muchos quisieran una sociedad mejor que esta. Los liberales son progresistas, los socialdemócratas pueden ser incluso radicalmente progresistas (cuando no se dejan arrastrar por el carro neo liberal). ¿Por qué entonces el comunismo?. ¿No se podría pensar simplemente un largo camino de reformas que vayan mejorando progresivamente las condiciones de vida?. El primer argumento que hay que esgrimir es que es justamente una revolución comunista la que hace falta, no una perspectiva reformista de largo aliento. Y la razón central es esta : los reformistas llegarán atrasados al exterminio de la tercera parte de la humanidad.
Los neo liberales tienen una política de desarrollo, una que favorece al capital financiero, que se basa en la depredación de los recursos, en la explotación extrema, en la inestabilidad endémica. Su camino hacia el “progreso” no está pensado para los trabajadores, menos aún para los pobres. Los burócratas tienen una política de desarrollo, que favorece al capital productivo, que eventualmente podría favorecer a los trabajadores integrados a la producción altamente tecnológica. Pero ni la burguesía, ni el poder burocrático, ni los neo keynesianos, ni los socialdemócratas, tienen un camino de desarrollo que pueda evitar que los marginados absolutos, los que no son ejército de reserva de nada, los que no cumplen ninguna función en el sistema económico mundial, ¡que son casi la tercera parte de la población mundial!, sean simplemente exterminados de hecho, por el SIDA, por la malaria, el ébola, las múltiples enfermedades de la pobreza absoluta, y las que los que consumen generan en sus organismos, debido al uso abusivo de los antibióticos para luego contagiarlas a los que no consumen y no tienen las defensas inmunológicas que podrían hacerlos resistir.
El siglo XXI será un siglo siniestro de peste, hambre, violencia urbana y marginación. El resultado será, ni más ni menos que el exterminio. Hay una solución capitalista y burocrática para la pobreza absoluta : los extremamente pobres simplemente morirán. Los que creemos que estas muertes, sean producidas directa o indirectamente, son simplemente un crimen contra la humanidad creemos que sólo un radical salto en los objetivos y modalidades del desarrollo podrá evitarlo. Ni el interés burgués, ni el interés burocrático harán nada por lograr este salto. Unos están atrapados en una lógica que conduce a la destrucción del planeta, los otros en una lógica en que administrar a los que consumen es suficiente para justificar su poder de clases. Sólo la perspectiva comunista es auténticamente amplia como para integrar a toda la familia humana.
Sin embargo, por mucho que esta perspectiva sea necesaria, por mucho que se justifique moralmente, perfectamente podría ocurrir que sea imposible. Que no existan ni las técnicas, ni las formas de organización social que puedan lograrla.
En este punto, curiosamente, el furibundo optimismo tecnológico, rayano en la adoración, de los intelectuales al servicio del capital y de la administración, suele ser contradictorio. Todo parece ser posible para la técnica, llegar a Marte, clonar seres humanos, construir computadores inteligentes, vigilar paso a paso a cada ciudadano, producir armas eficaces que puedan asesinar sin que el bando atacante sufra ninguna baja. Lo único que pareciera imposible es usar estas técnicas para construir una vida digna y de abundancia para todos los seres humanos.
No. Tenemos derecho a invocar su mismo optimismo y creer que es perfectamente posible una economía de abundancia sin depredación y sin explotación. Todas las técnicas que hacen falta para esto ya existen. En particular las que permitirían procesar la información necesaria para una economía global descentralizada, en manos de los productores directos.
Desde un punto de vista estrictamente técnico el comunismo es una sociedad en que el trabajo social se ha repartido entre todos de tal manera que, gracias al uso intensivo de la tecnología, sea posible reducir radicalmente la jornada laboral. En un mundo en que todos tienen que cumplir con una cuota de trabajo socialmente necesario del orden de 6 o 8 horas a la semana, la división social del trabajo no determinaría esencialmente nuestras vidas. La mayor parte del tiempo sería de trabajo libre. Ni la propiedad, ni la administración global serían necesarias. Esto, la superación del poder que desde la división social del trabajo domina nuestras vidas, es lo que Marx llamó comunismo.
Es importante notar que una sociedad de estas características no requeriría de Estado, ni de Mercado. Por supuesto habría gobierno, el ejercicio democrático del poder en cada comunidad local, pero el gobierno no estaría cosificado como instituciones por sobre la ciudadanía. Un gobierno que no sea una Estado. Por supuesto habría intercambio de bienes y servicios, a nivel local, a nivel global. Pero el intercambio no estaría cosificado bajo la forma dinero, ni estaría sujeto a otras leyes que las que sus autores quieran darle. Un intercambio que no sea mercantil. Desde luego seguiría habiendo división del trabajo, y trabajo socialmente obligatorio, pero su existencia no se levantaría ante nosotros dominándonos, y sus leyes y condiciones de ejecución no serían sino las que los productores directos quieran darles.
El comunismo es técnicamente posible. Todas las técnicas que son necesarias para llevarlo a cabo ya existen. Podría ocurrir, sin embargo, que aún así no sea viable. Es decir, aunque sea deseable y técnicamente factible, podría ocurrir que los seres humanos simplemente no quieran construirlo, y prefieran sus actuales condiciones de vida, aliviadas y mejoradas, antes que una revolución global.
Hay dos objeciones clásicas que apoyan esta idea. Una es que los seres humanos son por naturaleza egoístas, o que sus impulsos naturales los llevan a desear el poder, la ventaja, el agrado a costa del menor esfuerzo. Otra es que el capitalismo altamente tecnológico, apoyado en su poderoso sistema de comunicación social y en el uso a gran escala del endeudamiento, es capaz de mantener indefinidamente a los ciudadanos atrapados en las expectativas de consumo. O por egoísmo natural, o por consumismo adoctrinado, los trabajadores preferirían no poner en peligro, en lo sustancial, el sistema injusto en que viven. Y si lo hicieran, tarde o temprano resurgirían el afán de poder, o la avaricia natural.
Más que si hace falta o no, y más que si es posible o no, ésta es la verdadera discusión en torno a la posibilidad del comunismo. Sobre las estadísticas en torno a la marginación absoluta, o en torno a los desastres ecológicos o armamentistas, se puede obtener un relativo consenso. Al menos entre los sectores progresistas, entre los que no están cegados por la propaganda integrista y el fanatismo fascistoide. Sobre las posibilidades de un uso verdaderamente humano y solidario de la tecnología no parecen haber tampoco muchas dudas. Nuestras dudas más profundas tienen que ver más bien con lo que los seres humanos serían capaces de hacer. Lo que para la izquierda clásica era evidente, es decir, que todo hombre consciente, ilustrado, de buena voluntad, al que se le explicaran los antecedentes, terminaría por asumir una postura moral a favor de toda la humanidad, ya no lo es.
Por supuesto nunca es el argumentador mismo el que no es capaz de asumir esta postura moral, sino que se trata de “los hombres”, “los seres humanos” (“los otros”). Se nos dice que nuestros “ideales” son muy bonitos, que son altamente deseables, pero que “los hombres” no son capaces de llevarlos a cabo. Y esta expresión genérica, en que el hablante sólo se asume de manera indirecta, implícita, permite ponerle un límite a la discusión.
Ya nada es obvio. Ninguna de las confianzas de la izquierda clásica puede ser sostenida sin más. Es necesario argumentar no sólo sobre la información disponible, sobre la consciencia posible, sino incluso sobre los niveles previos a la consciencia misma. Es necesario dar una batalla más allá de la consciencia, en el sentido convencional del término. De hecho, la colonización de las consciencias por el sistema de dominación no está organizada en torno a la consciencia, o a la falta de información (estos eran los temas clásicos : a la gente le faltaría información y, por ello, le faltaría consciencia). La dominación altamente tecnológica se dirige más bien a las bases desde las cuales la consciencia se construye. Invadiendo el ámbito de la socialización primaria, totalizando el tiempo de descanso en torno a la industria del espectáculo, manteniendo el monopolio de los medios de comunicación más masivos y intensos, la dominación actual no necesita ilustrar, o educar, una consciencia conformista o resignada, es capaz de arraigar el conformismo y la resignación en las estructuras psíquicas más profundas.
Ante esto es necesario primero construir un argumento verosímil, una teoría que no conceda como obvia ninguna de las confianzas que teníamos, y que sea consistente a la hora de argumentar. En seguida es necesario pensar, desde ella, cómo dar esta batalla, ya no por la consciencia directamente, sino por la subjetividad como tal, desde sus estructuras más profundas.
Hay dos ámbitos distintos en torno a los que argumentar. Uno es el de la “naturaleza humana” que eventualmente impediría la solidaridad humana. Otro es el de la posibilidad de una manipulación indefinida de la subjetividad por la dominación imperante. A partir de esto hay dos ámbitos correspondientes en torno a los cuales construir políticas, formas de acción concretas y eficaces. Uno es qué decirle a una persona común cuando nos dice que “los hombres son egoístas”. Cómo abordar esta opinión, sin descalificarla, sin contraponer simplemente otra opinión, voluntarista y autoafirmativa, que, desde luego, sólo será escuchada, en el mejor de los casos, de manera cariñosa y evasiva, como cuando no nos atrevemos a decirle a los niños que el Viejo Pascuero no existe. El otro ámbito es cómo dar una batalla social, ya no persona por persona, sino en nuestras acciones políticas globales, que nos permita ponernos en el mismo plano de llegada sobre la subjetividad en su conjunto, en el cual se ha radicado la principal eficacia de la ideología dominante. Perdonen que, como buen intelectual, ponga el plano de los argumentos primero, y sólo después el de las urgencias políticas.
Si se afirma, en principio, sean cuales sean las evidencias que se presenten, que los seres humanos están dominados por una “naturaleza” que les impide ser efectiva y globalmente solidarios la discusión simplemente se termina. Este es un orden de afirmaciones que no puede ser demostrada o refutada de manera contundente por ninguna serie de evidencias. Peor aún, si se afirma, también como principio, que los seres humanos poseen una naturaleza sociable y propensa a la colaboración, tampoco avanzamos mucho, si lo que nos interesa es el comunismo. La cuestión de fondo es la idea de “naturaleza humana” misma que, por supuesto, está en el fundamento filosófico de las ideologías burguesa y burocrática. El comunismo sólo es pensable de manera cabal si afirmamos que los seres humanos son libres, son completamente dueños y constructores de sus circunstancias, aunque lo hagan de manera enajenada, aunque individualmente no lo sepan.
Desde luego la afirmación de la libertad humana como esencial y fundante es tan indemostrable como la de naturaleza humana. Lo que me importa es su afirmación, no su demostración. Y me importa indicar que esta afirmación es esencial para que el comunismo sea un producto humano, no un destino, o algo que llevamos en los genes y sólo ha sido aplazado por la confabulación de las clases dominantes. Cada vez que se ponen principios que se pretenden “naturales” como motores de la conducta humana en el fondo lo que se está poniendo es una visión funcional a los intereses de alguna forma de dominación. Para los burgueses la naturaleza humana era egoísta y competitiva, y el mercado burgués podía presentarse como un efecto natural y sus leyes como leyes naturales.
Pero, cuidado, perfectamente podría ocurrir que los burócratas nieguen esta imagen salvaje y afirmen que está en nuestra naturaleza la necesidad de ser aprobados, de convivir en grupos homogéneos, de criarnos en formas familiares con roles naturales (la mujer como madre, el hombre como proveedor). Tampoco una imagen de la naturaleza “favorable” a nuestra idea del comunismo nos ayuda. Toda idea de naturaleza humana debe ser criticada, es necesario afirmar que somos libres, como género humano, de toda determinación natural sobre nuestras conductas, y que todo límite exterior a la humanidad (como la ley de gravitación, o la muerte) pueden ser vividos como nuestros, y dominados en nuestro beneficio. Lo que se juega en esto es nuestra radical opción por la diversidad sexual, por la diversidad de formas de la estructura familiar, por la libertad para dominar el mercado, o el estado, o cualquier forma cosificada de las relaciones sociales que quiera presentarse como natural.
Hecha esta afirmación, somos en esencia libres, como punto de partida, como fundamento, la segunda objeción resulta más contingente y más grave. Perfectamente podría ocurrir que el mercado altamente tecnológico logre usurpar el ejercicio de muestra libertad eternamente. Desde luego los más pobres, los marginados y discriminados, tienen abundantes razones para oponerse al sistema que los oprime. Para ellos la tentación del consumo, mantenida de manera fantasiosa, o la industria del espectáculo, impuesta de manera compulsiva, sólo será una parte de la contención. La otra, siempre presente y alerta, será la represión. No ya la guerra directa, militar, sino la militarización de la vigilancia policial, la represión repartida en una infinidad de medidas anti “delictuales”, legitimadas ante la consciencia de los sectores que consumen como una necesidad permanente, presentadas como el resultado de su propia violencia en políticas de sistemático atemorizamiento de la población. Por un lado el espectáculo y la promesa nunca cumplida, por otro lado la guerra sostenida, difusa, soterrada, pero permanente, contra los pobres por el sólo hecho de ser pobres. La fórmula burguesa para los marginados coincide con la fórmula burocrática : lo que no es administrable puede ser eliminado.
La posibilidad de que la guerra contra los pobres sea un freno permanente de las aspiraciones revolucionarias es hoy particularmente grave por dos razones dramáticas : la primera, al poder no le interesa la vida de esos pobres, de los que puede prescindir sin que el aparato productivo sea afectado y, la segunda, esa guerra puede llegar a contar con un amplio apoyo de ese tercio de la población que es efectivamente beneficiado con el crecimiento económico y que está compuesto esencialmente de los trabajadores. Este es el hecho brutal al que debemos enfrentarnos : los trabajadores, los que efectivamente pueden hacer las revoluciones, no son los más pobres de la sociedad, y pueden ser perfectamente cooptados por el poder en contra de los más pobres. Esto es algo que vemos cada día, y debemos considerarlo como un dato esencial de la política.
La cuestión entonces no es preguntarse si el comunismo es una perspectiva aceptable o atractiva para los más pobres. La verdad es que mucho menos que el comunismo sería suficiente para vencer las esperanzas posibles de los que no tienen esperanzas : la integración progresiva, por muy lenta que sea, al consumo de masas, y el exterminio.
La cuestión crucial es preguntarse si el comunismo puede ser una perspectiva aceptable para los trabajadores, es decir, justamente para los que podrían ser el sujeto de la revolución. Y para abordar esta cuestión lo que hay que preguntarse no es si los que algo consumen, por que al menos tienen trabajo, consumen menos de lo que necesitan, o si están dispuestos a luchar para consumir más. Es necesario pensar la situación real, el cálculo real que las personas comunes hacen sobre sus vidas, más allá de sus quejas cotidianas, y examinar si en ese cálculo hay, o puede haber, un espacio para imaginar un mundo radicalmente distinto.
Para mantener las expectativas que hacen que los ciudadanos acepten endeudarse, sobre explotarse, vivir con estrés, vivir en la incertidumbre y en el temor permanente a quedar sin trabajo, se debe prometer mucho. Se debe mantener una perspectiva en que el cumplimiento de las cuotas de sobre explotación, y el sacrificio que conlleva el esfuerzo cotidiano, sean recompensados suficientemente. Nadie niega que su trabajo es agobiante, o que lo explotan, o que vive en permanente tensión. Lo que se alega, en cambio, es que esos esfuerzos tienen sentido. Las vacaciones, los objetos de consumo cotidiano, la casa propia, la educación de los hijos, la posibilidad de pequeños escapes y desahogos, como ver la televisión en familia, como salir en auto los fines de semana, son mostrados por muchas personas aparentemente razonables como resultados razonablemente compensadores de sus esfuerzos. Para saber si la perspectiva comunista será viable alguna vez entre los trabajadores es esta situación cotidiana la que hay que examinar.
Desde luego, la peor manera de enfrentar esta razonabilidad cotidiana es verla como un error, o como conformismo alienado, o como producto de la estupidez, o de ignorancias de algún tipo. La verdad es que, a la hora de los argumentos, somos nosotros los que estamos diciendo cosas sospechosas, no las personas comunes. Somos nosotros los que queremos defender una idea a todas luces poco razonable, que quizás sea producto simplemente de nuestras frustraciones y enojos puntuales, más que de una alternativa racional al modo de vida común. Razonar como si las personas comunes y corrientes fuesen una tropa de enajenados, ignorantes y conformistas, debería ser sospechoso para alguien que se supone está tratando justamente de buscar un mundo mejor con la participación de esas mismas personas. Cada vez que damos la espalda al sentido común, que sabemos conformista y enajenado, sin tratar de entender su lógica propia, su razonabilidad profunda, lo que hacemos es elevarnos como vanguardia ilustrada e iluminada, por sobre la ignorancia y la inercia de las masas ... y reproducir la lógica del estalinismo.
No. Los ciudadanos comunes han hecho un cálculo perfectamente racional, y lo que ocurre más bien es que no tenemos, ni en nuestros argumentos, ni en nuestras iniciativas políticas, nada que pueda conmoverlos de manera profunda, o al menos de una manera equivalente a lo que logra hacerlo el mercado. Y yo creo que esto no se debe a que el mercado tiene más y mejores medios de comunicación, o más y mejores propagandistas. Nuevamente por esa vía lo único que estamos haciendo es evadir la responsabilidad por lo que nos falta, como de costumbre echándole la culpa al enemigo por nuestras propias carencias. No. Yo creo que tenemos que asumir que somos nosotros los que no logramos estar a la altura de la complejidad de un enemigo de nuevo tipo. Cuya sustancial superioridad cultural respecto de cualquier otra clase dominante en el pasado simplemente nos descoloca, hasta el grado de introducir en nuestras propias filas las bases de su argumentación : o la apelación a la naturaleza o la apelación a la fuerza.
Para poder pensar con una perspectiva revolucionaria esta situación hay que pensar radicalmente y, como siempre, la raíz es el hombre mismo, sus expectativas más profundas, sus anhelos de más largo alcance. Lo que hay que preguntarse, radicalmente, es si los que consumen son felices, y bajo qué condiciones estarían dispuestos a luchar por un mundo en que se pueda ser feliz. Hoy, más que nunca, sólo la perspectiva de la felicidad humana permite argumentar a favor de un horizonte social revolucionariamente distinto. En una sociedad altamente tecnológica, que ha hecho posible, por primera vez en la historia humana, el consumo masivo, la felicidad es un asunto de política contingente.
Esto mismo se puede plantear de otra manera. ¿Hay contradicciones propias, internas, en el sistema del consumo masivo?. ¿Pueden esas contradicciones llevar a un punto en que se conviertan en consciencia política?. La primera de estas preguntas tiene que ver con la felicidad, no con el mayor, menor, mejor o peor nivel de consumo. La segunda tiene que ver con las tareas posibles de una iniciativa revolucionaria dirigida hacia los trabajadores, hacia los sectores sociales que participan del sistema productivo y sus cargas y beneficios de manera efectiva.
Sostengo que efectivamente hay contradicciones internas al sistema de consumo masivo. Internas en el sentido de que no tienen que ver con las posibilidades de acceso al consumo, o con la proporción en que se practica, sino con el consumo como tal, con el que se da en la sociedad de mercado. Sostengo que la contradicción central, de la que derivan todas las otras, es la diferencia creciente entre lo que el sistema promete y lo que es capaz de dar. Por un lado se consume y se busca en el consumo un mundo de reconocimiento y humanidad posible, por otro lo que se obtiene es un mundo dividido, violento, en guerra, donde impera la incertidumbre y la frustración. El agrado local y temporal que ofrece el consumo se inscribe en un contexto de frustración creciente. Es un agrado frustrante, que nunca llega a estar a la altura del placer, propiamente humano, que promete. El carácter frustrante es el reverso interno del agrado de consumir. Y yo creo que este sentimiento de frustración es creciente, y aumentará constantemente a lo largo del siglo XXI.
Otra manera de plantear esto mismo es observar la contradicción que hay entre el mejoramiento local, a nivel de las familias, de los estándares de vida, y el empeoramiento global de la calidad de vida, a nivel de la ciudad, de cada país, del entorno natural en el planeta. Para los trabajadores que están efectivamente integrados al sistema de la producción altamente tecnológica cada día se puede vivir mejor en un mundo en que a la vez cada día vale menos la pena vivir. Y este empeoramiento de la calidad de vida infiltra y descompone el agrado que pueda significar el consumo cotidiano. Las calles llenas de autos, el encarecimiento de los servicios educacionales y de salud, paralelo a la compulsión por la salud y la educación, los alimentos poco confiables, las ciudades contaminadas, la inseguridad ante la amenaza constante de los más pobres, que buscan sobrevivir y a la vez desahogar sus iras acumuladas.
El poder burocrático puede limitar progresivamente el libre arbitrio sobre la propiedad burguesa, y por esa vía tender a aliviar los problemas que implica la contaminación y la especulación financiera. Dura tarea pero, en rigor, una tarea que no es contradictoria con la lucha interna entre las fracciones del bloque de clases dominantes. El poder burocrático puede revertir la precarización de los empleos ligados a la alta tecnología, o a los servicios que da la administración, es decir, crear áreas de pleno empleo parcial (que no integran a toda la sociedad) y estable. Pero ¿cuánto puede resistir un mundo de empleos estupidizados, sin sentido, redundantes?, ¿cuánto puede resistir una cultura a la que sus miembros van quitándole progresivamente el sentido, y la obediencia que requiere la mantención de la explotación?, ¿cuánto pueden durar las ciudades gigantescas, la intensidad tecnológica de la vida cotidiana sin control, la complejidad de un sistema global que falla de manera recurrente y que sólo se justifica porque la dominación debe mantenerse?.
Sostengo que sí hay contradicciones profundas, de nuevo tipo, para una época de la historia humana en que ya es real la abundancia para grandes sectores sociales. Y esas contradicciones tienen que ver precisamente con la abundancia. Es allí donde hay que buscar el futuro posible.
Sin embargo, nada asegura que estas contradicciones se conviertan en consciencia y en actitudes políticas de oposición al sistema. La consciencia revolucionaria no es un producto espontáneo de las “condiciones objetivas” ni, en este caso, de la objetividad de las “condiciones subjetivas”. Pero, para dar una batalla en torno a la transformación de esas contradicciones en política real es necesario entender cual es el campo de batalla adecuado. Y este no es sino las condiciones de vida en general, no uno de sus aspectos, ni menos aún el ámbito del saber o del pensamiento. Antes del saber, antes de la reflexión, la subjetividad actual está colonizada al nivel de sus deseos y voluntades. Se trata de una batalla por la voluntad revolucionaria, que pueda arraigarse en el deseo de una sociedad mejor. Sostengo que esa tarea sólo puede emprenderse poniendo la felicidad y la belleza al centro de nuestras reivindicaciones. Un mundo más bello, en que ser feliz sea posible. Nada más ni nada menos. Un mundo donde la realización de mis deseos no requiera una revolución, ni sea negado constantemente por un orden dominante que los administra o los niega sin realizarlos nunca de manera cabal.
Un mundo donde el intercambio de bienes no esté cosificado en relaciones mercantiles, es decir, donde podamos intercambiar nuestros productos sin estar obligados a considerarlos como equivalente. Sólo el intercambio libremente no equivalente es un intercambio auténticamente humano. Sólo cuando intercambiamos nuestros productos por el contenido de humanidad inconmensurable que tienen estamos auténticamente entre seres humanos libres.
Un mundo en que el gobierno no esté cosificado bajo la forma de un Estado. En que dirigir y coordinar la producción y las vidas no requiera de instituciones solidificadas, estables, con leyes permanentes. En que la ley opere de manera interna, como eticidad común, sin la compulsión del disciplinamiento o la fuerza. Donde el espíritu común que anima a cada espacio social se realice a través de la autonomía de los ciudadanos particulares, de su libertad efectiva. Un mundo en que espíritu común no signifique homogeneidad sino reconocimiento de la diversidad esencial que constituye a la creatividad humana.
El comunismo no es una sociedad en que todos serán felices, o en que todos lo sabrán todo, no es una sociedad de transparencia total, ni de reconocimiento asegurado. Es una sociedad en que habrá sufrimiento y extrañamiento, en que habrá misterio y falta de transparencia, pero en que dejar de sufrir, o alcanzar la transparencia, no requerirá cambiar toda la sociedad, ni estará impedido por estructuras que nos trasciendan. Una sociedad en que la locura será posible debido a la diversidad interna de la razón misma, y no significará marginación o impedimento. En que lo universal y lo homogéneo dejarán de ser sinónimos.
Un mundo en que la subjetividad se formará en pequeños colectivos sociales, en familias, que no requerirán la forma del patriarcado, o de la heterosexualidad forzada culturalmente. Que no tendrán roles paternos o maternos cosificados como naturales. En que la infancia, la juventud o la vejez no estarán estupidizadas por roles sociales enajenantes y fijos.
El comunismo es una sociedad en que la belleza será la forma de realización de lo verdadero y de lo bueno. En que la belleza no estará cosificada como agrado. En que el placer será posible, más allá de la administración y las inseguridades típicas de los que no han podido asumir su humanidad libremente.
Grandes cosas, importantes, nobles, de gran aliento. Eso es lo que debe estar en el centro de nuestro discurso y nuestra lucha. Que la pequeñez y la inmediatez quede para los burócratas, que creen que administrar un problema es suficiente para resolverlo. Las personas comunes y corrientes pueden entender perfectamente cuando se les habla de la felicidad. Los trabajadores, los más pobres, los ancianos, los niños. Hay que hablar al corazón y los anhelos más profundos. Hay que ir más allá de la inercia de la resignación y el escepticismo. Hay que darle el vuelo de un gran horizonte a una política que está cada vez más alejada de las inquietudes profundas. Que la política basada en las pequeñas transacciones quede para los que viven de usufructuar de la política.
Hay contradicciones objetivas y subjetivas que permiten convertir este horizonte en política concreta. La cuestión es con qué profundidad asumimos nosotros mismos esas condiciones, y las expresamos en nuestras políticas. Si asumimos de manera radical la posibilidades del estado de desarrollo en que ya se encuentran las fuerzas productivas no tenemos porqué no defender también radicalmente la exigencia de relaciones sociales que expresen auténticamente sus potencialidades. Sólo una perspectiva comunista puede mover los deseos y aunar las voluntades. Nada más ni nada menos. El comunismo es posible. Y es bueno que los que creen en esta posibilidad se llamen a sí mismos, orgullosamente, comunistas.
Santiago, Lunes 27 de mayo de 2002.-
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