"La depresión mundial reinante, la enorme anomalía del desempleo en un mundo lleno de necesidades, los desastrosos errores cometidos... nos ciegan para ver lo que está sucediendo bajo la superficie y nos impiden alcanzar la verdadera interpretación de los hechos". No, la cita no es de Paul Krugman, ni tampoco de Joe Stiglitz, ni se refiere a la neoplasia que padece ahora la economía global. Quien así se expresa es Keynes, en una conferencia pronunciada en Madrid en junio de 1930 titulada Las posibilidades económicas de nuestros nietos.
Pues bien, ahora los nietos de Keynes ya saben cuáles son esas posibilidades: más de lo mismo. Tras centenares, miles, de artículos y bastantes libros sobre la actual crisis económica, parece haber un consenso general sobre la sintomatología de la enfermedad: estenosis aguda de los mercados financieros, severa arritmia de los equilibrios globales, trombosis en las vías arteriales del dinero por la toxicidad de la deuda, colapso del empleo y metástasis generalizada.
No hay, en cambio, unanimidad sobre la patogenia: unos dicen que las tercianas del ciclo económico no habían sido erradicadas, otros, que las "expectativas económicas racionales" han sufrido un ictus, otros, aun, apuntan a una inmunodeficiencia adquirida del mercado.
Y mucho menos hay consenso sobre la terapéutica: antitérmicos para los tipos de interés o hipotensores para los impuestos, transfusiones de dinero directamente en vena o por vía parenteral, vitamina B12 para la demanda agregada o prozac para estimular la serotonina del consumidor...
Pero, desde luego, lo que no se ha visto es una asunción pública de responsabilidades por parte de los facultativos de guardia, que no advirtieron las primeras manifestaciones del desorden celular, ni de los internistas, que causaron daños yatrogénicos, ni de los especialistas, que favorecieron los intereses de la dirección del centro.
Los filósofos morales nos han mostrado el camino hacia la "vida buena" sin ocultar los males del recorrido. En términos económicos, se trataría de pasar del estadio de la necesidad al estadio de la "estabilización" (Keynes), o del estadio de la desigualdad al estadio del "comunismo" (Marx). Para llegar a puerto habría que sufrir una transición en la que se perderían libertades individuales: según Keynes, durante la etapa capitalista; según Marx, durante la dictadura del proletariado.
Ahora ya sabemos, por experiencia histórica, que la "dictadura del proletariado" nunca se produjo, pero sí la pérdida casi absoluta de las libertades individuales a manos de los dirigentes, burócratas y aparatchikis del régimen soviético.Dado el estadio evolutivo de la especie humana en que nos encontramos, parece que no estamos en condiciones de concebir otra transición posible hacia la "vida buena" que el capitalismo. Sea, pero no aceptemos que sus dirigentes, sus burócratas y sus aparatchikis impidan o prostituyan el estadio de transición. Me estoy refiriendo a los macroeconomistas, sobre todo a los de la escuela neoclásica, que son los que tienen más poder en los gobiernos, los bancos centrales, las entidades de crédito, los mercados de valores o las agencias de calificación del riesgo.
La "verdadera interpretación de los hechos" de estos mandarines de la economía es que lo que ha pasado "era imposible que sucediera". ¿Por qué? Por dos razones fundamentales: primera, porque el mercado es eficiente, se autorregula y, más pronto o más tarde, corrige sus fallos; segunda, porque es imposible que los mercados financieros valoren mal los activos, y por eso apenas requieren regulación. No crean que éstos son postulados exclusivos de los economistas neoclásicos, o "de agua dulce" (los de Chicago); también los neokeynesianos se tragaron en buena parte lo de las "expectativas económicas racionales". Éstas se deducen de modelos econométricos capaces en teoría de prever todas las contingencias futuras, incluido el riesgo, las variables aleatorias y los factores estocásticos. Sin embargo, Alan Greenspan, gurú de los economistas "de agua dulce", para tratar de explicar este inmenso fallo del mercado, ha dicho que "los modelos de gestión del riesgo son aún demasiado simples para capturar la entera dimensión de las variables críticas que gobiernan la realidad económica", y ha reconocido que la gestión monetaria de la Reserva Federal "se había basado en una imperfection" (la regulación innecesaria). Así, pues, ¿toda la tesis del mercado eficiente se basaba en una impostura intelectual? Apaga y vámonos.
En cuanto a la falta de regulación de las entidades financieras ("lo que está sucediendo bajo la superficie") se sorprenden de que un "caballero" como Bernie Madoff resultara ser un chorizo. ¿De veras no habían oído hablar nunca de John Law, de John Blunt, de Necker o de Cabarrús? ¿Ni tampoco de Charles Ponzi, Bernard Cornfeld, Drexel Burnham o Michael Milken? Dicen que es algo que no se va a repetir: "¡Ay, Federico García, llama a la Guardia Civil!".
Ante tanta impostura ¿cómo es que la sociedad no dirige su indignación hacia estos popes? No toleramos los errores médicos garrafales que causan un mal. Y nos hubiéramos enfurecido con las autoridades sanitarias si no hubieran reaccionado preventivamente ante una amenaza tóxica como la gripe H1N1. ¿Por qué no lo hacemos con quienes no tomaron medidas para prevenir la deuda tóxica?
El profesor Robert Skidelsky, gran biógrafo de Keynes, está ultimando un libro sobre The Return of the Master en el que sostiene que el fracaso intelectual de esta crisis es responsabilidad de los economistas. Para él la economía es hoy una disciplina regresiva envuelta en el cartón piedra de las matemáticas y sugiere que se separen en distintas facultades los estudios de macro y de microeconomía.
Es un hecho que muchos macroeconomistas engreídos han abusado de la fiabilidad de sus modelos. En realidad, la carne de los modelos econométricos la pone la estadística, y la guarnición, un aparato matemático que no deja de ser una taquigrafía para escribir menos páginas y que, muchas veces, no es más que una tramposa deturpación de las matemáticas como ha denunciado en su libro L'illusion économique el profesor Bernard Guerrien. Eso sí, las pocas páginas que deja libres de ecuaciones están escritas en una jerga pretendidamente segregacionista que, a estas alturas, resulta tan casposa como insultante.
No cabe la menor duda de que los economistas tienen un gran papel que desempeñar junto al resto de científicos sociales para mejorar el mundo, pero deberían dejar atrás su obsesión, un tanto infantil, de querer parecer científicos naturales, porque esa pretensión, después de Kurt Gödel, resulta irrisoria, cuando no patética. Deberían entender su ciencia como la concibe el profesor Alfredo Pastor en su libro La ciencia humilde, porque siempre hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que caben en nuestra filosofía.
Quizás así algún día podrían ser tan útiles para la sociedad como los dentistas, máximo honor al que aspiraba para sus colegas aquel burgués británico, culto, refinado y extraordinariamente inteligente que se llamó John Maynard Keynes.
Gonzalo Pontón es el fundador de editorial Crítica.
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