Ariel H. Colombo
Sin Permiso
Aterrorizado por el ciclo de insurrecciones populares en todo el mundo, a principios de los años ´70 el capitalismo optó por protegerse de la incertidumbre por medio de la liquidez y la libertad de movimientos. Los Estados de bienestar keynesianos pretendían que los aumentos de productividad y el exceso de capital no se convirtieran en desempleo, y la expansión del crédito sostuvo la acumulación frente a esta presión de las demandas sociales institucionalizadas en el Estado intervencionista, pero inició una guerra civil encubierta, la inflación, que el capital ganó finalmente al liberarse de las regulaciones nacionales. Este giro se asentó, sin embargo, en la previa reestructuración del dominio norteamericano, que luego de la derrota en Vietnam y del debilitamiento del dólar, pasó de una relación de hegemonía con el mundo al señoreaje, un régimen extorsivo que agravia o produce peligros contra los cuales luego ofrece protección. Este tránsito de la negociación asimétrica pero multilateral del hegemonismo, a la unilateralidad globalitera del consenso de Washington, tuvo su primer test en Gran Bretaña en 1974. A raíz de la huelga de mineros y de albañiles los laboristas acceden al gobierno con promesas de reformas y con un ministro de Hacienda que prometía "exprimir a los ricos hasta que sus huesos crujan". La reacción fue el derrumbe de la libra esterlina, forzando la solicitud de un crédito del FMI. El Tesoro norteamericano gestionó el acuerdo y el gabinete inglés lo cumplió eliminando los controles de entrada y salida de capitales hasta el punto de que, más tarde, Thatcher diría que sólo se limitaba a aplicar la política laborista. Es que los funcionarios de Nixon habían hecho suyas las recomendaciones de Huntington de escapar a la "sobrecarga" de demandas populares sobre gobiernos que, como consecuencia de ello, terminaban propiciando aquel contexto subversivo. El señoreaje internacional de los EE.UU fue así la respuesta a su propio debilitamiento externo, a las sublevaciones sociales internas, a propuestas de democratizar la economía asumidas por la socialdemocracia europea y a exageraciones tales como la Declaración de los derechos económicos de la ONU, que autorizó a "regular y ejercer autoridad sobre la inversiones extranjeras", "regular o suprimir la actividad de corporaciones multinacionales" y permitir "expropiar o transferir la propiedad de agentes extranjeros". Brzezinski lo definió sin querer al señalar que "los tres grandes imperativos de la estrategia geopolítica son: evitar la confabulación de los vasallos y mantener su dependencia en cuestiones de seguridad; conseguir que los subordinados sigan siendo influenciables y maleables, y evitar que los bárbaros se coaliguen". Por ésta vía, en nombre del intervencionismo humanitario y de la guerra preventiva, se destruyó la incipiente igualdad entre los Estados, ya que por nominal que fuera por primera vez en la historia había desde 1945 un sistema internacional que concedía solo a la ONU el derecho a hacer la guerra, y por el cual la fuerza no era equivalente al derecho.
Tal reorganización sirvió al capital financiero, el cual la reprodujo en cada país por medio de una legalidad, réplica de la estadounidense, que tuvo por premisa que el capital extranjero tuviera los mismos privilegios que el local. Esta apertura de los Estados posibilitó que el centro se apropiara de los activos de la periferia y que los circuitos de valorización generados desde allí llegaran a manos de los sectores dominantes en los países desarrollados, saqueo que además benefició a los sectores dominantes locales, que como rentistas financian a los EEUU mientras obligan en sus países a producir con costos ecológicos y sociales criminales. Otro de los instrumentos que indujo a las clases medias superiores a plegarse al proyecto neoliberal de la periferia y del centro, fueron los fondos de pensión, a los que adhirieron con la expectativa de acceder a las rentas del capital ya que los altos tipos de interés y las periódicas burbujas de los mercados de valores e inmobiliarios creaban la ilusión de una prosperidad autopropulsada. Si la hegemonía es la promesa de largo plazo, el señoreaje es la conformidad con el presente por malo que sea y que se refleja, por ejemplo, en las tasas de interés las que, al sobrepasar la tasa de crecimiento productivo, disuelven la proyección colectiva del futuro y disocian a los empresarios y asalariados de los tendedores de activos financieros, instaurando el cortoplacismo como régimen temporal de la sociedad. Las altas tasas de interés fue el requisito para que los capitales fluyeran y no devaluar el tipo de cambio pese al ascenso del déficit externo, tasas que Keynes sabía no aumentarían el ahorro. (Creía que no era necesario elevarlas para inducir el ahorro ya que este es una función del ingreso que depende de la inversión, la que a su vez es función decreciente de la tasa de interés). Pero en cambio volvieron autónomo al sector financiero. Al quedar sometida a la alternativa huida de capitales o desacumulación industrial, la política fue pulverizada. Los gobiernos, obligados a una moneda fuerte basada en tasas de interés elevadas, dieron paso a la reestructuración industrial con desempleo permanente. La supremacía del corto plazo indujo, además, el crecimiento exponencial del capital ficticio, que especula con ingresos futuros sin ninguna contrapartida en inversiones, solo con el fin de obtener la diferencia entre el precio de compra y el de venta, y cuya magnitud se refleja en el incremento de la pobreza y de la desigualdad en todo el mundo, en primer lugar en los propios Estados Unidos, donde se endeudó a los sectores populares en lugar de aumentar sus salarios, y donde la desigualdad ha superado los niveles de 1930. El bloque neoliberal, conducido por una elite capitalista cada vez más rica, y sostenido por una burguesía asalariada con ganancias disociadas de la suerte de las empresas, forzó a los agentes económicos a satisfacer las pulsiones inmediatas. Y en cuanto la acumulación ya no se orientó a su reproducción ampliada, la especulación se difundió por todos los mercados.
Ahora, su desintegración se profundiza en los países centrales, cuando los tenedores del capital financiero han tratado, lo más rápido posible y todos a la vez, convertirlo en dinero, es decir, ejerciendo su preferencia por la liquidez justo cuando no deberían hacerlo. Es que al imponer una distribución de la renta tan sesgada, han socavado finalmente la fuga hacia delante que, por medio del endeudamiento, le es inherente. Su crisis coincide con la declinación no de la omnipresencia estadounidense pero sí de esa forma específica de dominio que consistió en la invención de enemigos. EE. UU los necesita para preservar su funcionamiento político interno y externalizar sus potenciales conflictos internos, compensando el poder interno decreciente y antipolítico con un poder externo sostenido en la desconfianza entre países. Su política interior, peligrosamente trabada, exige al mundo como válvula de seguridad. Y aunque no lo han llevado al fascismo, porque le requeriría movilizar a las masas, ni a convertirse en una megamafia, porque les exigiría presentarse como portadores de valores premodernos, el señoreaje han puesto en evidencia rasgos que le son comunes al fundamentalismo cuasireligioso y la dosificación de la violencia. Pero esta modalidad de poder ya no resulta fiable, y si algunas amenazas dejaran de ser imaginarias, tampoco sería eficaz. Por lo cual la pregunta implícita es si los EE.UU volverán a la relación hegemónica de la posguerra. Ello supondría la vuelta a la intervención estatal y a las regulaciones públicas, que como sospecha la derecha se sabe dónde comienzan pero no dónde terminan. La vuelta al Estado fuerte no parece estar entre los planes de una clase dominante que no quiere reencontrarse con las sublevaciones nacionales que la globalización vino a desactivar. Si los controles democráticos vuelven ¿por qué habrían de mantenerse dentro de los parámetros capitalistas? No obstante, no podrá subestimarse su capacidad de reordenar a la sociedad mundial utilizando la crisis del capital, esta vez la de su sobredimensionamiento financiero, en su favor. Cómo lo hará depende del nivel de movilización de los pueblos. La posibilidad que tienen estos, por lo pronto, es no solo impedir que la deflación del capital se traslade hacia bajo de la pirámide social sino pasar a la ofensiva con ideas como las del presidente de Ecuador en torno a un sistema financiero regional, anclar todas las expectativas de mercado en el largo plazo, y reclamar impuestos como los sugeridos por Keynes en 1936, Dornsbusch en 1978 y Tobin en 1995.
Pero la ofensiva tiene que estar a cargo de gobiernos que a la vez que revierten el programa neoliberal, adviertan que tampoco hay salida por el lado del productivismo, y de que deben buscar apoyos para políticas de empleo que tengan como eje la reducción del tiempo de trabajo, algo que en un marco posfordista redundaría en mayor productividad. Dado que la producción sólo genera empleo cuando supera el incremento de productividad del trabajo, y que para absorber el desempleo tendría que crecer a tasas imposibles o autodestructivas, trabajar menos para trabajar todos es menos utópico, con mayor razón si es en función de un consumo no depredador y cuya moderación vaya pareja a la disminución drástica de la desigualdad. Puede ser incluso parte de un proyecto colectivo que suscitaría alianzas amplias: si en dos años, por ejemplo, el producto aumentara un 8% y la productividad un 12, al caer un 4% los puestos laborales necesarios (100 + 8 – 12) podría disminuirse el tiempo de trabajo un 4%, ampliar el empleo en un 4% e incrementar los ingresos en otro 4%. Desde Aristóteles a Gorz, pasando por Moro, Ricardo, Marx, Veblen, Russell, Marcuse, y Arendt, ha transitado la idea de liberar tiempo para actividades autoelegidas, diferentes al trabajo, pero por considerar solo a Keynes, referencia intelectual de nuestro gobierno, puede recordarse que durante la crisis de 1930 también decía: "Estamos siendo castigados con una nueva enfermedad, cuyo nombre no han oído algunos de los que me lean, de la que oirán mucho en los años venideros, el paro tecnológico. Esto significa desempleo debido a nuestro descubrimiento de los medios para economizar el uso del factor trabajo sobrepasando el ritmo con el que podemos encontrar nuevos empleos para el trabajo disponible. Pero es solamente una fase temporal del desajuste. Todo esto significa, a largo plazo, que la humanidad está resolviendo su problema económico". Daba por hecho de que antes de los cien años la economía haría retroceder el tiempo dedicado al trabajo y más bien le preocupaba el desajuste antropológico entre esas nuevas posibilidades y una cultura arraigada. "Cuando la acumulación de riqueza ya no sea de gran importancia social, habrá grandes cambios en los códigos morales. Podremos librarnos de los principios seudomorales que han pesado durante doscientos años sobre nosotros, siguiendo los cuales hemos exaltado algunas de las cualidades humanas más desagradables, colocándolas en la posición de las virtudes más altas. Podremos permitirnos el atrevimiento de dar a los motivos monetarios su verdadero valor. El amor al dinero como posesión será reconocido por lo que es, una morbosidad repugnante, una de esas propensiones semidelictivas, semipatológicas, que se ponen, encogiendo los hombros, en manos de los especialistas en enfermedades mentales" (Keynes, John M., "Las posibilidades económicas de nuestros nietos", Ensayos de persuasión, Barcelona, Crítica, 1988 , págs. 327-331).
Ariel Colombo es un politólogo argentino, investigador del Conicet.
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