A pesar de la reiterada insistencia en la neta separación de deporte y política, lo cierto es que la espectacular ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Beijing no solo encerró una llamativa puesta en escena de la milenaria cultura china y sus tradiciones más características, sino que, ante todo, bien podría incorporar toda una reinterpretación del proyecto de reforma imaginado por Deng Xiaoping y cuya nueva esencia se podría resumir en la propuesta de “progreso con identidad”, según la cual, la nueva China no solo será moderna y desarrollada sino que, a partes iguales, también será confuciana.
Pasar a primer plano en un escenario de estas características tan atrevida propuesta no puede ser considerada una simple anécdota ni resultado del atrevimiento de Zhang Yimou, el artífice artístico cuya celebrada elocuencia nos hizo olvidar a todos el boicot de Spielberg. No solo porque en toda la estructura interna de la organización olímpica han funcionado a pleno rendimiento las células del Partido, implantadas aquí a modo de columna vertebral inexcusable para garantizar el éxito del evento, sino igualmente porque la cúpula china, Hu Jintao incluido, ha debido estar al corriente del principal mensaje que la ceremonia debía transmitir al mundo.
Así pues, al hilo de esta propuesta, la armonía que nos sugiere el PCCh es aquella que debe conciliar futuro y pasado, dejando a un lado los movimientos que a lo largo del siglo precedente basaron toda la estrategia de renacimiento de la gran nación china en la condena y negación de las tradiciones más enraizadas en el imaginario del país, incluyendo los de corte marxista y liderados por el propio PCCh durante las décadas de preeminencia maoísta en las que Confucio fue objeto de numerosas campañas de descrédito y ridiculización.
El actual liderazgo chino nos sugiere a viva voz que su legitimidad no se deriva del ideario marxista del PCCh y sus tradiciones revolucionarias, sino en su capacidad para articular el proceso de recuperación de la grandeza perdida, esbozando un nuevo pacto con la sociedad que tendrá en consideración tanto los aportes materiales realizados en términos de bienestar como igualmente la reedición del peculiar “mandato del cielo”, que intercambia obediencia cívica y virtud en el desempeño público. Asimismo, su irrenunciable monopolio político hundiría las raíces en el mandarinato confuciano que administró el país durante milenios y no en su condición de formación de “vanguardia del proletariado”.
Las propuestas de signo interclasista (la llamada triple representatividad) impulsadas por Jiang Zemin, el antecesor de Hu Jintao, presente en el palco de honor del Estadio Nacional junto a los miembros del Buró Político, abrieron en su día una profunda grieta en la homogeneidad del PCCh, que hoy aspira a incluir en sus filas todo cuanto socialmente aporte dinamismo y creatividad, a fin de evitar tanto su fosilización como el surgimiento de movimientos alternativos que puedan llegar a cuestionar su exclusiva –y excluyente- función dirigente.
El progresivo abandono del ideario marxista, que subsistirá protocolariamente por un tiempo, aventura la intensificación del debate ideológico interno acerca del futuro político de la reforma, incentivado por los llamamientos realizados en el congreso celebrado en octubre pasado y la disposición a la polémica, cada vez más abierta, del mundo intelectual y los think tanks próximos a los entornos gubernamentales y partidarios.
Se tomarán para ello el tiempo necesario, pero, visto lo visto, en los años venideros se deberán identificar las claves de esa reforma política largamente anunciada y cuya singularidad procedimental y conceptual, alejada de las exigencias occidentales en cuanto sea necesario, se basará en esa tradición confuciana tan revindicada en la ceremonia de apertura.
Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China (Casa Asia-IGADI)
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