viernes, 22 de agosto de 2008

El ántrax y la doble moral en la guerra contra el terror

A siete años de los aterradores ataques con ántrax ocurridos entre septiembre y octubre de 2001, se sabe que Sadam Hussein era inocente, y que el macabro espectáculo fue orquestado y dirigido desde el interior del ejército de los EEUU


Tom Engelhardt
Tom Dispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens


¡Oh! ¡Qué espectáculo! – y no creáis que me refiero a esas ceremonias de apertura de Beijing, en las que una sincronización al estilo norcoreano parecía fusionarse con caras de smiley a la Walt Disney, o a la excitante caza de ocho medallas de Michael Phelp y al “bono” de un millón de dólares de Speedo, un tributo modernizado a la antigua tradición griega del amateurismo en acción. No, pienso en la guerra relámpago de cobertura mediática después de que el doctor Bruce Ivins, que trabajaba para el Instituto de Investigación Médica de Enfermedades Infecciosas del Ejército de EE.UU., en Fort Detrick, Maryland, se suicidase con Tylenol (paracetamol) el 29 de julio y el FBI lo acusara rápidamente de los ataques con ántrax de septiembre y octubre de 2001.

Los recordáis: el polvo que llegaba, de modo bastante inocuo, en sobres – acompañado de cartas sobrecogedoras fechadas de modo alarmante “”11-09-01” que decían: “¡Muera EE.UU.! ¡Muera Israel!”. ¡Alá es grande!” Cinco estadounidenses murieron por inhalación de ántrax y 17 fueron heridos. El Edificio Hart del Senado, y varias instalaciones postales, fueron cerrados durante meses para ser desinfectados, mientras compañías mediáticas que recibieron los sobres fueron sumidas en el caos.

Para una nación que ya estaba aterrorizada por los ataques del 11 de septiembre de 2001, el pensamiento de que un brutal dictador con armas de destrucción masiva (que incluso podría haber entregado el ántrax a terroristas) estuviera dispuesto a causarnos un daño aún mayor, ayudó indudablemente a allanar el camino para una invasión de Iraq. El presidente incluso llegó a afirmar que Sadam Husein tenía la capacidad de enviar vehículos aéreos sin tripulación para pulverizar armas biológicas o químicas sobre la costa este de EE.UU. (aviones teledirigidos que, como el programa nuclear de Sadam, terminaron por no existir).

Actualmente, es incluso difícil recordar con precisión lo aterradores que fueron esos ataques con ántrax. Según una búsqueda LexisNexis, entre el 4 de octubre y el 4 de diciembre de 2001 aparecieron 389 artículos en el New York Times con “ántrax” en el título. En el mismo período, 238 artículos semejantes aparecieron en el Washington Post. Es el equivalente noticioso de un interminable grito agudo de terror – y de esos ataques emergió un histérico mundo estadounidense que involucraba alertas naranja y duct tape, vacunas contra la viruela, y finalmente una guerra, no fuera a ser que el asunto, o cualquier cosa que se le pareciera aunque fuera remotamente, cayera en manos de terroristas.

Y sin embargo, a fines de 2001, había quedado en claro que, a pesar de las cartas acompañantes, el ántrax en esos sobres era de una variedad producida en el interior. No venía ni de los páramos de Afganistán ni de Bagdad, sino – casi seguro – de nuestros propios laboratorios de armas biológicas. En ese momento, los asesinatos con ántrax desaparecieron esencialmente... ¡zas! ... mientras que el 11-S sólo ganó fuerza como el evento singular de nuestros tiempos.

Esas muertes-por-ántrax dejaron de formar parte de la narrativa del gobierno de la Guerra Global contra el Terror que, claro está, apuntaba a fanáticos islámicos (y a montones de países de los que supuestamente les daban “refugio”), pero por cierto no contra científicos militares aquí en el interior. Con igual rapidez esos ataques fueron dados de baja de las primeras planas – de hecho, simplemente de todas las páginas – de los periódicos de la nación y de las pantallas de televisión.

A diferencia del 11-S, no hubo recuerdos ritualistas de los aniversarios de esos días en los años siguientes. No hubo víctimas, ni sobrevivientes, ni parientes de víctimas que subieran a los podios e hicieran doblar las campanas, o leyeran nombres, o presentaran encomios. No hubo un memorial de mil millones de dólares (ni siquiera de un millón) a los muertos de ántrax para que discutieran los sobrevivientes. Hubo poco más que silencio, mientras el FBI andaba a tientas por el espurio camino de un proceso de investigación concentrado sobre todo en un científico de armas biológicas de EE.UU., Steven J. Hatfill, quien también trabajaba en Fort Detrick, y que desgraciadamente era el hombre equivocado. (Bruce Ivins, misteriosamente, trabajó de cerca durante años con, y ayudó a, la investigación del FBI, hasta que el foco de la sospecha llegó a ser dirigido sobre su persona.)

Siguió siendo esencialmente el estado del caso hasta que, al terminar julio, Ivins cometió suicidio. Entonces, ¡qué manera de hacer su agosto! Los detalles, las preguntas, las dudas, la evidencia científica cuestionada, las listas de los tipos de drogas que le habían recetado, las citas sensacionales, el “nido de ratas” de un laboratorio contaminado con ántrax en el que trabajaba, ¡los extraños correos y cartas! “¡Quisiera poder controlar los pensamientos en mi mente!... Tengo a veces increíbles pensamientos paranoicos, ilusorios, y no hay nada que pueda hacer hasta que desaparecen, sea por sí mismos o con drogas.” ¡Caso resuelto! O no. ¡El “científico loco” de los laboratorios de guerra biológica del Ejército de EE.UU. en Fort Detrick terminó por ser atrapado! O no...

Era la historia soñada. Y los medios dominantes marcharon con ella, doctamente, seriamente, como si jamás la hubieran dejado de lado. Ahora, cuando se disipa la cobertura y la historia amenaza nuevamente con desaparecer en la oscuridad (a pesar de las dudas sobre el papel de Ivins en los ataques), pensé que valdría la pena mencionar unas pocas preguntas que se me ocurrieron al leer la reciente cobertura – no sobre la culpabilidad o inocencia de Ivins, sino sobre asuntos que forman una parte tan integral de nuestro paisaje estadounidense que normalmente a nadie se le llega a ocurrir preguntar al respecto.

Mis principales seis preguntas sobre el caso son:

1. ¿Por qué no se aplicó el modus operandi de la Guerra contra el Terror del gobierno de Bush al caso del ántrax?

El 10 de agosto, William J. Broad y Scott Shane informaron sobre algunos de los costes humanos de la investigación del ántrax del FBI en un artículo en primera plana del New York Times con el título: “Para los sospechosos, el caso del ántrax tuvo grandes costes, numerosos inocentes en una amplia red del FBI.” Hicieron un excelente trabajo estableciendo que los que cayeron en serie bajo sospecha lo pasaron mal: “trabajos perdidos, visas anuladas, matrimonios rotos, amistades deshechas.” Según el Times (y otros), las carreras de varios fueron destruidas bajo la presión de la vigilancia del FBI; la mayoría fueron interrogados y vueltos a interrogar muchas veces usando “mano dura,” así como sometidos al detector de mentiras; algunos fueron seguidos y rastreados, sus casas allanadas, y sus lugares de trabajo, saqueados.

Bajo la presión del “interés” del FBI, el especialista en ántrax y “conocedor de la biodefensa” Perry Mikesell se convirtió evidentemente en alcohólico y tomó hasta morir. Steven Hatfill: el agente que lo seguía le pasó sobre un pie con un coche mientras su vida era puesta al revés y al derecho, y él, no el agente, recibió una contravención, agregan Broad y Shane. Y finalmente, claro está, el doctor Ivins, cada vez más angustiado y evidentemente cada vez menos equilibrado, se suicidó el día en el que su abogado se iba a encontrar con el FBI para discutir un posible acuerdo que lo hubiera llevado a la cárcel de por vida, pero habría excluido la pena de muerte.

A pesar de todo, por dura que haya sido la vida para Mikesell, Hatfill, Ivins, y muchos otros, tengo que hacer una observación que no se verá en ningún otro sitio en medios de información que han pasado dos semanas de travesuras con el caso: Para extraer una confesión, a ninguno de los sospechosos de estos últimos años, incluyendo a Ivins, le metieron un cigarrillo encendido en su oreja; a ninguno le pegaron, le escupieron, y lo hicieron desfilar desnudo; a ninguno lo golpearon hasta la muerte mientras estuvo preso sin ser acusado por un crimen; a ninguno lo mojaron con agua fría y lo dejaron desnudo en una cela en una noche helada; a ninguno le dieron choques eléctricos, lo encapucharon, le colocaron grilletes en dolorosas “posiciones de estrés,” o lo sodomizaron; a ninguno lo sometieron a música ruidosa, a luces centelleantes, o le negaron el sueño durante días interminables; a ninguno lo sofocaron hasta la muerte, o lo hicieron arrastrarse desnudo por el suelo de una cárcel con un collar de perro, o lo amenazaron con perros guardianes. A ninguno lo sometieron al waterboard [submarino].

No importa qué presión hayan aplicado a Ivins o Hatfill, ninguno de los dos fue secuestrado en la calle cerca de su casa y desnudado. No le pusieron pañales, le vendaron los ojos, lo encadenaron, lo drogaron, y lo “entregaron” a prisiones en otro país, posiblemente para ser sometido a choques eléctricos o para que torturadores de un régimen extranjero lo cortaran con escalpelos. Incluso aunque se creyó en algún momento, que cada uno de los sospechosos en los asesinatos del ántrax, era un terrorista que había cometido un crimen odioso con un arma de destrucción masiva, a ninguno lo declararon en algún momento “combatiente enemigo.” Ninguno fue jamás encarcelado sin acusaciones, o sin gran esperanza de un juicio o liberación, en “sitios negros,” secretos, en el extranjero, dirigidos por la CIA.

¿Por qué no?

2. ¿Por qué no enviaron a los militares de EE.UU.?

Parte del paradigma reinante en los años de Bush fue: el trabajo policial no basta cuando la patria es amenazada. La localización de terroristas que han matado, o podrían algún día matar a, estadounidenses es asunto de “guerra.” Los que han atacado a la patria estadounidense y asesinado a ciudadanos de EE.UU., serán, como lo dijo nuestro presidente, “cazados” por fuerzas de operaciones especiales y agentes de la CIA que han recibido el derecho de asesinar y traerlos “muertos o vivos.”

¿Por qué entonces, cuando actos de bio-terror asesino fueron cometidos en suelo estadounidense, no se llamó a los militares? ¿Por qué no enviaron “escuadrones de la muerte” de la CIA – la frase contundentemente descriptiva utilizada por Jane Mayer en su notable nuevo libro “The Dark Side” [El lado oscuro] – para asesinar a probables sospechosos? ¿Por qué no lanzaron aviones teledirigidos Predator sin tripulación, armados con misiles Hellfire, para que cruzaran los cielos de Maryland y eliminaran “con precisión” y “en forma quirúrgica” en sus casas (sin importar el “daño colateral”) a Ivins u otros sospechosos? ¿Por qué, en los hechos, no fueron simplemente arrasadas sus casas del modo rutinariamente empleado en Afganistán, Pakistán, Somalia, y otros sitios? (En los hechos, parece que al FBI le costó dos años después de sus primeras sospechas sobre Ivins para simplemente registrar su casa y aún más para terminar por quitarle su aprobación de seguridad de alto nivel.)

Una vez que fueron identificados laboratorios de armas de EE.UU. como fuentes del ántrax, ¿por qué no enviaron equipos de operaciones especiales para ocupar las instalaciones, clausurarlas, y llevar en avión a los allí encontrados, con grilletes y con los ojos vendados, a Guantánamo o a otros sitios más secretos?

¿Por qué, cuando el gobierno llegó a tales extremos para eliminar el financiamiento para terroristas en otros sitios, se aumentó significativamente el financiamiento para esos laboratorios?

¿Por qué, si los apresados o simplemente secuestrados, por el gobierno de Bush para descubrir luego que eran inocentes, fueron – después de su encarcelamiento secreto, abuso, y tortura – regularmente liberados sin disculpas, o reembolso (si eran liberados), el gobierno de EE.UU. pagó a Hatfill 4,6 millones de dólares para arreglar un litigio que había interpuesto como reacción ante su terrible experiencia?

¿Por qué si, según la “doctrina de uno por ciento” del vicepresidente, ninguna reacción era demasiado extrema si existía aunque fuera una minúscula probabilidad de un ataque catastrófico contra la “patria” estadounidense, no se emprendieron actos extremos contra un asesino (o asesinos) con armas de destrucción masiva suelto o sueltos, posiblemente en los suburbios de Maryland?

3. Una vez que se identificó que la amenaza del ántrax provenía de laboratorios militares de EE.UU. ¿por qué el gobierno, el FBI, y los medios asumieron que sólo un individuo era responsable?

Leed tanto como queráis de la cobertura de los asesinatos con ántrax y descubriréis que el FBI adoptó hace tiempo como regla general que el culpable fue un solo “científico loco”– y, lo que no es menos importante, que esa teoría también fue aceptada como un hecho fundamental por los medios de información. Durante años no se han considerado seriamente posibilidades alternativas.

Por ejemplo, se sabe que una serie de cartas con ántrax fueron enviadas desde un buzón en Princeton, Nueva Jersey, a unas horas de la casa de Ivins y del laboratorio de Fort Detrick en Frederick, Maryland. La pregunta que intrigó al FBI – y que ocupó vigorosamente a los medios – fue si, el día en cuestión, Ivins tuvo tiempo para llegar a Princeton y de vuelta, considerando lo que se sabe de su programa. El FBI sugiere que lo tuvo; los críticos sugieren otra cosa. Nadie, sin embargo, parece considerar la posibilidad de que el terrorista solitario de los asesinatos con ántrax podría haber tenido uno o más cómplices, lo que hubiera solucionado enormemente el “problema” del despacho de esas cartas.

¿Será que se supone que estadounidenses, a diferencia de extranjeros empecinados en ser terroristas, son individualistas incontenibles, solitarios suficientemente astutos como para realizar solos los complots? ¿No hay nadie que recuerde que el último gran acto de terrorismo estadounidense en EE.UU., el atentado contra el Edificio Federal Alfred P. Murrah en la ciudad de Oklahoma en 1995, fue un crimen de por lo menos dos “solitarios” estadounidenses”? (Los primeros informes en ese caso, también, culparon a terroristas árabes – en plural.)

Parece no haber habido ninguna “célula durmiente” de Al-Qaeda en este país, ¿pero cómo sabemos que no existe una “célula durmiente” de bio-asesinos estadounidenses oculta en algún sitio en la comunidad de los laboratorios militares de EE.UU.?

4. ¿Y esos laboratorios militares? ¿Por qué su historia sigue sin jugar poco o ningún papel en la historia de los ataques con ántrax?

Al leer las resmas de cobertura del suicidio de Ivins y del caso del FBI en su contra, encontré sólo una referencia al trabajo al que se ha dedicado su laboratorio en Fort Detrick durante la mayor parte de la era de la Guerra Fría. Es la siguiente frase del Washington Post: “Como domicilio de los Laboratorios de Guerra Biológica del Ejército, la instalación condujo un programa de máximo secreto de producción de armas biológicas ofensivas de 1943 a 1969.” Y sin embargo, no llegasteis a comprender este hecho, la verdadera importancia del caso del ántrax permanece en la sombra.

Como en el caso de la permanente historia de peligros nucleares sobre nuestro planeta, los terrores de nuestra era son mostrados casi invariablemente como procedentes de bandas de fanáticos, o de países como Irán de los que se dice que son dirigidos por estos últimos, en los páramos de nuestro planeta (algunos de los cuales están por pura casualidad en los centros energéticos del mismo planeta). Y sin embargo, si nos aterran suficientemente las armas incontroladas o proliferadas de destrucción masiva como para amenazar con, o iniciar, guerras por su causa, es importante que se comprenda que, desde 1945, esos peligros – y son peligros funestos – emergieron del corazón de las maquinarias militares-industriales de las dos superpotencias de la Guerra Fría: EE.UU. y la URSS.

Dicho de otro modo, los ataques conceptualmente más inquietantes de 2001 surgieron directamente del afán de la Guerra Fría de desarrollar armas biológicas ofensivas. Hasta 1969, los laboratorios de guerra biológica del Ejército en Fort Detrick se concentraron, en parte, en esa tarea. Pura y simplemente. Después que el presidente Richard Nixon cerró el programa de guerra biológica ofensiva en 1969, los científicos del Ejército pasaron a trabajar en “defensas” contra la misma. Como en el caso de defensas contra ataques nucleares, sin embargo, ese trabajo, por su naturaleza, es frecuentemente difícil de separar del trabajo ofensivo con semejantes armas. En otras palabras, mirando de una cierta manera, un enfoque del laboratorio de Fort Detrick, que provocó sospechas en los ataques con ántrax del invierno de 2001, ha estado colocando desde hace tiempo la guerra biológica en el menú global. En eso, evidentemente terminó por tener éxito.

Claro que en esto hay algo irónico. En la era posterior a la Guerra Fría, nuestras preocupaciones se concentraron casi por completo en los laboratorios y almacenes rusos deteriorados de la Guerra Fría para la guerra biológica, química, y nuclear, a menudo mal protegidos. Durante mucho tiempo se temió que semejantes pesadillas para nuestro mundo podrían provenir desde ellos. Pero en eso, al parecer, nos equivocamos. Los laboratorios agujereados eran los nuestros y – lo que es aún más aterrador – las posibilidades de filtraciones y abusos siguen expandiéndose exponencialmente.

5. ¿Fueron los ataques con ántrax los menos importantes de 2001?

Si se comparan las dos series de ataques de 2001 en términos de muerte y destrucción, el 11-S evidentemente deja atrás a los ataques con ántrax. Mirándolo de una cierta manera, sin embargo, los ataques del 11-S, aunque atrevidos, asesinos, espectaculares en la televisión, y de apariencia apocalíptica, no fueron conceptualmente nada nuevo. Fueron los ataques con ántrax los que apuntaron a un futuro nuevo y dantesco.

Después de todo, el World Trade Center ya había sido atacado anteriormente, y una de sus torres casi fue derribada, por una bomba en una camioneta de alquiler conducida a un aparcamiento subterráneo por islamistas en 1993. Los aviones en los ataques de 2001 fueron, como ha escrito Mike Davis, simplemente coches bomba con alas, y los coches bomba tienen una dolorosa y larga historia. Incluso a pesar de que con sus objetivos – los simbólicos mega-edificios de un poder imperial cuyos ciudadanos preferían creer previamente que eran invulnerables – los secuestradores del 11-S ofrecieron una nueva realidad psicológica a los estadounidenses, su característica más impresionante e inquietante fueron posiblemente ellos mismos. Esos 19 hombres habían prometido cometer suicidio no por su país, como lo habían hecho miles de pilotos kamikaze japoneses a fines de la Segunda Guerra Mundial, o incluso por un país potencial como cientos de atacantes suicida tamiles en Sri Lanka, sino por una fantasía religiosa (tras la cual existen agravios no-religiosos). Por otra parte, los ataques del 11-S no fueron sino una versión mayor, más ambiciosa, por ejemplo, del ataque suicida en lancha contra el USS Cole en un puerto yemenita en el año 2000.

Por otra parte, los envíos postales con ántrax representaron algo nuevo. (El culto japonés Aum Shinrikyo había intentado fabricar y utilizar armas biológicas, incluyendo ántrax, en los años noventa, pero fracasó.) Si el ataque de al-Qaeda el 11-S sólo había simulado un ataque con un arma de destrucción masiva, en el caso del ántrax asesino, no se requería imaginación. Se había utilizado con éxito un arma real de destrucción masiva – ántrax altamente refinado – vuelta a utilizar posteriormente, y el o los asesinos seguían libres, no en los páramos afganos sino en algún sitio entre nosotros, sin evidencia de que se hubiera agotado el suministro de ántrax.

Y sin embargo, incluso si el gobierno de Bush, los dos candidatos presidenciales, todo Washington, y los medios, siguen concentrados en el terrorismo en las regiones fronterizas entre Afganistán y Pakistán, pocos piensan seriamente – exceptuando cuando tiene que ver con la culpabilidad individual – en el terror que emergió de las profundidades del complejo militar-industrial, de nuestros propios laboratorios de armas de la Guerra Fría. A eso no parece aplicarse ningún aspecto de la Guerra contra el Terror.

6. ¿Quién está ganando la Guerra Global contra el Terror?

La respuesta obvia es: los terroristas. Sólo la semana pasada, Mike McConnell, director nacional de inteligencia, lo dejó absolutamente claro cuando se trató de al-Qaeda. Testificó ante el Congreso que la organización “está ganando fuerza desde su refugio en Pakistán y mejora continuamente su capacidad de reclutar, entrenar y posicionar a agentes capaces de realizar ataques dentro de EE.UU.” De hecho, es bastante obvio ya hace bastante tiempo que la Guerra Global contra el Terror del gobierno de Bush ha tenido éxito sobre todo en la creación de cada vez más terroristas en cada vez más sitios. Y sin embargo, discutiblemente, el asesino o asesinos con ántrax han logrado mucho más hasta la fecha que al-Qaeda. Considerando el caso de un cierto modo, sea cual fuere el papel de Bruce Irvins, los asesinatos con ántrax resultaron ser un triunfo a escala natural del terrorismo.

Hace tiempo que existe una teoría de que quienquiera haya cometido las atrocidades del ántrax quería atraer atención (y probablemente medios financieros) para más investigación y desarrollo de “defensas” contra la bio-guerra de EE.UU. Si así fuera, entonces, ¡qué tremendo éxito! En los años desde que ocurrieron los ataques, esos laboratorios han sido inundados de financiamiento, cuya cantidad ha aumentado de manera impresionante. El 11 de septiembre de 2001, informa el Washington Post, “había solamente cinco laboratorios de ‘nivel de bio-seguridad 4’ – sitios equipados para estudiar agentes altamente letales como Ebola para los que no hay vacunas o tratamientos humanos – señaló el otoño pasado un informe de la Oficina de Responsabilidad Gubernamental. Ahora hay quince en operación o en construcción, según el informe. Hay cientos más de nivel de bio-seguridad 3, que trabajan con agentes tales como Bacillus anthracis, que tiene una vacuna humana.”

Los pocos cientos de personas que trabajaban en el programa de bio-defensa de EE.UU. antes del 11-S han aumentado a posiblemente 14.000 científicos que tienen “aprobación para trabajar con ‘agentes biológicos seleccionados’ tales como Bacillus anthracis – muchos de ellos civiles que trabajan en universidades privadas” en las cuales, según expertos, “los reglamentos de seguridad son notablemente relajados.” Y no hay que olvidar el propio plan multimillonario del Ejército de “construir un complejo mayor de laboratorios como parte de un campus de bio-defensa inter-agencias propuesto en Fort Detrick." Estamos hablando del sitio en el que trabajaba el equipo de Ivins, evidentemente apodado, “Equipo Ántrax” y cuyos laboratorios son supuestamente “famosos por perder ántrax.” En los mismos años, según el New York Times, “casi 50.000 millones de dólares en dineros federales han sido gastados para construir nuevos laboratorios, desarrollar vacunas y almacenar drogas.” Parte de este dinero es sacado de fondos de salud pública básica que otrora aseguraban que grandes cantidades de personas no murieran de enfermedades medicables como ser tuberculosis, y fue redirigido al virus Ebola, ántrax, y otros patógenos exóticos.

En estos años, para no ser demasiado quisquilloso, el gobierno de Bush ha expandido exponencialmente nuestros laboratorios de guerra biológica, aumentando significativamente la probabilidad de que un nuevo “científico loco” tenga a su disposición mucha más oportunidad y material muchísimo más letal para su trabajo. Ha aumentado, en otras palabras, la probabilidad no sólo de que el terror llegue a “la patria,” sino que provenga de esa patria. Gracias a este gobierno, los terroristas ganaron esta vuelta y futuros terroristas cosecharán los frutos de esa victoria.

Bruce Ivins, no importa qué hayas hecho, o lo que te hicieron, descansa en paz. Tu laboratorio está en buenas manos. Y es probable que, casi siete años después de la llegada del primer sobre con ántrax, el mundo se parezca más a una máquina de terror que nunca antes.


[Nota sobre lecturas: Sorprendentemente, en diciembre de 2002, cuando este sitio comenzó a aparecer, el primer escritor invitado de TomDispatch, el experto en salud pública, David Rosner, trató el tema de la histeria por la viruela, señalando que la enfermedad fue salvada de la erradicación total del planeta por un acuerdo de EE.UU. y la URSS “de asegurar que el virus que causa la viruela fuera mantenido en almacenamiento esperando una nueva oportunidad para aterrorizar al mundo. Durante décadas, ambos países lo almacenaron, lo distribuyeron a varios laboratorios de investigación y aseguraron de otras maneras que esa victoria de la salud pública fuera convertida en una tragedia humana en potencia.” Agregó: “El temor a la viruela ha facilitado el juego de la estrategia general del gobierno de Bush de militarizar la salud pública.”

Más recientemente, Glenn Greenwald de Salon.com realizó un excelente trabajo sobre la historia del ántrax. En 2007, escribió un artículo impresionante: “La historia irresoluta de los falsos informes sobre el ántrax de Sadam de ABC News.” refiriéndose a informes críticamente malos de Brian Ross y ABC, y continuó después del suicidio de Ivins con un artículo: ("Periodistas, sus fuentes mentirosas, y la investigación del ántrax,”) que presenta más preguntas estremecedoras sobre el caso del ántrax que ninguno de los otros 16 artículos que he visto.

Finalmente, Elisa D. Harris, experta investigadora sénior en el Centro de Estudios Internacionales y de Seguridad en la Universidad de Maryland, publicó un buen y juicioso artículo de opinión en el New York Times, “Los asesinos en el laboratorio” (“Nuestros esfuerzos por combatir las armas biológicas nos están haciendo menos seguros”) que presenta de un modo impresionante la expansión de la investigación en armas biológicas de EE.UU. desde 2002.]


Fuente:

www.tomdispatch.com/post/174966/six_questions_about_the_anthrax_case


Tom Engelhardt dirige Tomdispatch.com del Nation Institute. Es cofundador del American Empire Project (http://www.americanempireproject.com/). Ha actualizado su libro The End of Victory Culture (University of Massachussetts Press) en una nueva edición. Editó el primer libro de lo mejor de Tomdispatch, The World According to Tomdispatch: America in the New Age of Empire, que incluye su trabajo (Verso) y que acaba de publicarse. El libro, una historia alternativa de los demenciales años de Bush, se centra en lo que no publican los medios dominantes.

Enlace a texto en Rebelión

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