viernes, 14 de noviembre de 2008

Cómo poner fin a la recesión

Robert Pollin
Sin Permiso


El derrumbe de Wall Street está diezmando ahora a Main Street, Ocean Parkway, Mountain View e I-80. Desde enero se han perdido 760.000 puestos de trabajo. Sólo en septiembre las peticiones mensuales de seguro de desempleo por despidos masivos ascendieron al 34%. General Electric, General Motors, Chrysler, Yahoo! y Xerox han anunciado más despidos, lo mismo que los humillados titanes financieros Goldman Sachs y Bank of America. Una cuarta parte del conjunto de todas las empresas de los Estados Unidos están planeando reducciones de plantilla para el próximo año. Las administraciones públicas se enfrentan a caídas de los ingresos fiscales de aproximadamente 100.000 millones de dólares durante el próximo año fiscal, el 15% de sus presupuestos totales. Como las administraciones han legislado prescribiendo presupuestos saneados, ahora están considerando mayores recortes presupuestarios y despidos. El hecho de que el producto interior bruto (PIB) se haya contraído entre junio y septiembre ─por vez primera desde los ataques terroristas de septiembre de 2001─ sólo confirma las realidades de base a que se enfrentan trabajadores, familias, empresas y el sector público.

La recesión, ciertamente, está aquí, de manera que la pregunta es ahora cómo paliar su duración y cómo mitigar su dureza. Un programa federal a gran escala de estímulo es la única acción que puede cumplir la tarea.

Hasta el momento, nuestros líderes de Washington han vacilado. El secretario del Tesoro, Henry Paulson, y el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, sigue improvisando con los planes de rescate, asignando en el proceso fabulosas sumas de dinero. El programa original de Paulson para el Tesoro de asignar 700.000 millones de dólares de dinero de los contribuyentes para adquirir préstamos “tóxicos” ─los valores hipotecarios aceptados por los bancos privados que están en impago o demora─ fue al menos parcialmente archivado en favor de la adquisición directa por parte de la Administración de mayores participaciones de los bancos. Pero ninguna de las estrategias de Paulson ha contribuido a estabilizar la situación, dados los salvajes bandazos experimentados por los mercados globales de valores y de divisas, y con unos inversores deshaciéndose temerariamente de préstamos comerciales en favor de los seguros bonos del Tesoro. La crisis ha golpeado incluso al otrora serio mundo de los fondos mutuos del mercado de divisas, en el que los pusilánimes podían depositar sus ahorros de forma segura a cambio de rendimientos bajos. Los poseedores de fondos mutuos del mercado de divisas han entrado en pánico vendedor desde mediados de septiembre, lo que ha provocado una desvalorización de sus cuentas rayana en el medio billón de dólares.

Para contener el desplome del mercado de fondos, Bernanke anunció el 21 de octubre, en pleno plan de rescate Paulson, que la Reserva Federal estaba preparada para adquirir 540.000 millones de dólares en certificados de depósitos y préstamos comerciales privados de los fondos del mercado de divisas. Esta acción se añadía a dos iniciativas previas por las que la Reserva Federal se comprometía a comprar todos los préstamos comerciales necesarios de bancos en quiebra. Hasta la llegada de la crisis, la Reserva Federal había llevado una política monetaria consistente casi exclusivamente en la compraventa de bonos del Tesoro, y muy raramente compraba deudas de empresas o bancos privados. Pero las normas de política monetaria anteriores a la crisis han sido arrojadas por la ventana.

Aun si alguna combinación de las acciones del Tesoro y de la Reserva Federal empezara a estabilizar los mercados financieros durante las próximas semanas, eso no revertiría por sí mismo la cada vez más profunda crisis en la economía no financiera. Una subida del desempleo de entre el 8% y el 9% ─más de 14 millones de personas sin trabajo─ se está convirtiendo en un escenario cada vez más probable a la vuelta del año.

El presidente Obama, como la mayoría de miembros del nuevo Congreso de mayoría demócrata recien elegido, parece admitir la urgencia de tal programa de estímulo a gran escala por encima y más allá del programa de rescate financiero. Incluso Bernanke, cuyo mandato dura hasta enero de 2010, ha ofrecido apoyo. Pero, a pesar de un consenso al alcance de la mano, quedan preguntas pendientes. Entre ellas: ¿cómo deberían gastarse los fondos de estímulo? ¿Qué duración deberían tener? ¿De dónde sacaremos el dinero para pagarlos?

Estímulo de inversión pública verde

Las recesiones crean sufrimiento humano general. Minimizarlo, debe tener la máxima prioridad en la lucha contra la recesión. Eso significa ampliar los beneficios de desempleo y los vales de comida para contrarrestar las pérdidas de ingreso de los trabajadores desempleados y de los pobres. Mediante la estabilización de los bolsillos de hogares en apuros, esas medidas ayudan también a la gente a pagar sus hipotecas y bombean dinero a los mercados de consumidores.

Más allá de esto, debería diseñarse un programa de estímulo que cumpliera tres criterios adicionales. El primero: debemos generar el mayor aumento posible de empleo para cada nivel de nuevo gasto público. El segundo: el gasto debe dirigirse a ámbitos que fortalezcan la economía a largo plazo, y no consistir en meras inyecciones dinerarias a corto plazo. Y por último: a pesar de la recesión, no podemos permitirnos el lujo de aplazar la lucha contra el calentamiento global.

Para perseguir todos esos objetivos necesitamos un estímulo de inversión pública verde. Con ese estímulo defenderíamos los proyectos de sanidad y educación públicas de los estados contra recortes presupuestarios; lograríamos una financiación a largo plazo, tan necesaria como inveteradamente bloqueada, para la rehabilitación de nuestras carreteras, de nuestros puentes, ferrocarriles y sistemas de gestión de aguas; y financiaríamos inversiones en eficiencia energética ─incluyendo la renovación de equipo obsoleto y el desarrollo del transporte público─, así como en nuevas tecnologías de energía eólica, solar, geotérmica y derivada de la biomasa.

Este tipo de estímulos generaría muchos más puestos de trabajo —18 por cada millón de dólares gastado— que el aumento planeado en la industria militar y petrolífera (id est:, nuevos contingentes militares en Iraq o Afganistán combinados con la divisa: “perfora, cariño, perfora”), que sólo generaría en torno a 7,5 puestos de trabajo por cada millón de dólares de gasto. Hay dos razones que explican la ventaja del programa verde. El primer factor es la mayor “intensidad de trabajo” de este tipo de gasto, esto es, se gasta más dinero en contratar a gente y menos en máquinas y suministros y, por tanto, hay menor consumo energético. Esto es más obvio si comparamos la contratación de profesores, enfermeras y conductores de autobuses con los resultados de perforar las costas de Florida, California y Alaska en busca de petróleo. El segundo factor es el “contenido nacional” del gasto, cuánto dinero permanece en los EEUU en contraste con la compra de importaciones o con el gasto en el extranjero. Cuando construimos un puente en Minneapolis, mejoramos el sistema de diques de Nueva Orleáns o modernizamos la vivienda pública y privada para aumentar su eficiencia energética, prácticamente cada dólar se gasta dentro de nuestra economía. Por el contrario, sólo 80 centavos de cada dólar que se gasta en la industria petrolífera permanece en los Estados Unidos. La cifra es aún más baja en el caso del presupuesto militar.

¿Qué pasa con el conjunto de rebajas fiscales a todos los niveles, como el programa aprobado por la administración Bush y el Congreso de mayoría demócrata en abril? Podría argumentarse a su favor a la luz de las tensiones financieras que afrontan las familias de clase media. Sin embargo, aun suponiendo que los hogares de clase media gastaran todo el dinero que se les reembolsa, el aumento neto en empleo sería de cerca de 14 puestos de trabajo por cada millón de dólares gastado; en torno a un 20% menos que el programa de inversión pública verde (la razón principal para este menor impacto es el menor contenido nacional del promedio de consumo en vivienda). Asimismo, no es probable que las familias gasten todo el dinero que se les ha rebajado. Con el programa de rebajas de abril, las familias destinarían una gran parte del dinero sólo al pago de deudas.

El problema del tamaño

Éste no es el momento de ser tímidos. El programa de estímulos del pasado mes de abril sumaba 150.000 millones de dólares, incluyendo el descuento de 100.000 millones en vivienda y el resto de deducciones fiscales. Esta iniciativa incentivó algún crecimiento en el empleo, a pesar de que, como hemos visto, el impacto habría sido mayor si se hubiera destinado el mismo dinero al estímulo de la inversión pública verde. Pero los beneficios de cualquier puesto de trabajo fueron anulados por las fuerzas contrarrestantes de la pinchada burbuja inmobiliaria, la crisis financiera y el aumento de los precios del petróleo. La recesión resultante está ahora ante nosotros. Ello habla en favor de un estímulo harto mayor que el decretado en abril. ¿Hasta qué punto mayor?

Una forma de enfocar la cuestión es considerar la última vez que la economía se enfrentó a una recesión de similar dureza, que fue en 1980-82, en el primer mandato de Reagan como presidente. En 1982, el PIB se contrajo un 1,9%, la caída anual más grave del PIB desde la Segunda Guerra Mundial. El desempleo subió al 9,7% ese año, que fue, nuevamente, la cifra más alta desde los años treinta. La administración Reagan respondió con un programa de estímulo masivo, a pesar de que sus presuntos devotos del mercado libre jamás lo reconocieran como tal. Prefirieron llamarlo programa de expansión militar y recortes fiscales para aumentar la “economía de la oferta”. Cualquiera que sea la etiqueta, esta combinación generó un aumento del déficit federal de cerca de dos puntos porcentuales en relación con el tamaño de la economía en esa época. En 1983, el PIB subió bruscamente un 4,5%. En 1984, tuvo un crecimiento acelerado hasta el 7,2%, lo que permitió a Reagan hablar de un nuevo “amanecer en América”. El desempleo retrocedió un 7,5%.

En la economía de hoy, un estímulo económico equivalente al programa de Reagan de 1983 sumaría en torno a 300.000 millones de dólares de gasto, cerca del doble del tamaño del programa de estímulo de abril, aunque en la línea de las altas cifras que se están proponiendo en el Congreso. Un estímulo de esas dimensiones podría crear cerca de seis millones de puestos de trabajo, contrarrestando las fuerzas destructoras de empleo de la recesión.

Huelga decir que el estímulo de la inversión pública verde sería mucho más efectivo como programa de empleo que la política militarista y de rebajas fiscales a los ingresos más altos de Reagan. Esto sugiere que una iniciativa con un coste algo inferior a los 300.000 millones de dólares podría servir para luchar contra la destrucción de empleo. Pero como el estímulo de inversión pública verde está diseñado también para producir beneficios a largo plazo para la economía, no hay el menor peligro de que gastemos demasiado. Puesto que todas esas inversiones son necesarias para luchar contra el calentamiento global y mejorar la productividad global, cuanto antes avancemos, mejor. Además, bajo las condiciones del mercado de trabajo actual, no habrán de faltarnos trabajadores calificados.

¿Cómo pagar todo esto?

Recapitulemos y sumemos las cifras que he ido soltando. Incluyen los 700.000 millones de la operación rescate de bancos urdida por el Tesoro, los 540.000 millones con que el presidente de la Reserva Federal, Bernanke, ha prometido rescatar los fondos mutuos del mercado, además de una cifra sin especificar de varios millares de millones de dólares para comprar las deudas comerciales no deseadas aceptadas por los bancos. Lo que yo propongo es añadir un gasto de 300.000 millones para un segundo estímulo fiscal, más allá del programa de 150.000 millones del pasado abril. Llegados a cierto punto, hay que preguntarse si estamos hablando de dólares reales o de dinero ficticio del tipo Monopoly.

Lo cierto es todo el programa permanece dentro del reino de la viable, aunque se acerque a sus fronteras más extremas. Pero se necesitan mayores ajustes en el actual modelo de gestión. En particular, la Reserva Federal debe seguir ejerciendo control sobre el Tesoro en todas las operaciones de rescate. Esto es, necesitamos más iniciativas como el programa de 540.000 millones de Bernanke para estabilizar los fondos mutuos del mercado de divisas y menos trapicheos del Tesoro con el dinero de los contribuyentes para comprar, ya los malos activos de los bancos privados, ya sus participaciones.

Debemos reconocer abiertamente lo que durante demasiado tiempo ha constituido un hecho silenciado en relación con esas operaciones de rescate, a saber: que la Reserva Federal tiene el poder de crear dólares a voluntad mientras el Tesoro financie sus operaciones, ya mediante ingresos impositivos, ya mediante fondos prestados (lo que significa utilizar el dinero del contribuyente para devolverle la deuda algún tiempo después con interés). No es que la Reserva Federal corra a la imprenta cuando decide inyectar más dinero en la economía, pero su actividad normal de expedir cheques a bancos privados para que éstos compren bonos del Tesoro viene a ser lo mismo. Cuando los bancos reciben cheques de la Reserva Federal, tienen más líquido del que tenían cuando vendían a la Reserva Federal sus bonos del Tesoro. Especialmente durante las crisis, no hay razón para que la Reserva Federal se autorrestrinja en el buen uso (aunque sí, huelga decirlo, en el exceso) de ese poder de creación de dólares.

También se supone que la Reserva Federal es el principal regulador del sistema financiero. Ahora es el momento de recuperarse de los fallos confesados por Alan Greenspan durante más de 20 años en este puesto. A cambio de la protección de la Reserva Federal a las instituciones financieras ante el desplome, Bernanke debe insistir en que los bancos empiecen a prestar dinero para apoyar inversiones productivas y prohibirles cualquier regreso a la especulación derrochadora. También son necesarias medidas para que las gentes puedan conservar sus hogares.

El déficit amenaza

Cuando la economía empezó a ralentizarse este año, el déficit fiscal aumentó más del doble, de 162.000 millones de dólares a 389.000. No podemos saber a ciencia cierta cuánto aumentará el déficit. Podría ascender a 800.000 millones, un billón, o incluso algo más, dependiendo de cómo se gestionen las operaciones de rescate. Sobra decir que sería de todo punto contraproducente aplicar una política fiscal temeraria, insensible a la presión de las necesidades de la lucha contra la crisis financiera y la recesión. Pero en las condiciones actuales, incluso un déficit de un billón de dólares no tendría por qué ser temerario.

Volvamos a la experiencia reaganiana para tomar perspectiva. En 1983, el déficit de Reagan tocó techo, representando un 6% del PIB. Con un PIB actual cercano a los 14,4 billones de dólares, un déficit de un billón representaría en torno al 7% del PIB, un porcentaje un punto mayor que la cifra de 1983. Ni que decir tiene que el sistema financiero global ha sufrido cambios trascendentales desde los años ochenta, de manera que las comparaciones directas con los déficits de Reagan no son totalmente válidas. Uno de esos cambios es que la deuda pública ha ido a parar cada vez más a manos de estados extranjeros e inversores privados. Eso significa que los pagos de intereses de esa deuda fluyen crecientemente desde los cofres del Tesoro a propietarios extranjeros de bonos del Tesoro.

Al tiempo, como un rasgo de la crisis, los bonos del Tesoro son, y lo seguirán siendo durante algún tiempo, el instrumento financiero más seguro y deseable del sistema financiero global. Los inversores estadounidenses y extranjeros piden ahora a gritos bonos del Tesoro, en vez de comprar acciones, obligaciones o derivados emitidos por compañías privadas. Eso empuja a la baja los tipos de interés de los bonos del Tesoro. Por ejemplo, el 15 de octubre de 2007, un bono del Tesoro a tres años rendía un interés del 4,25%, mientras que el pasado 15 de octubre el rendimiento había caído al 1,9%. Por el contrario, un bono empresarial BAA rendía un interés del 6,6% hace un año, pero este año ha subido al 9%. Mientras los mercados financieros sigan sumidos en la inestabilidad y el miedo, el Tesoro podrá tomar préstamos a tipos de interés irrisorios. De aquí que permitir que el déficit suba incluso por encima del 7% del PIB no represente una carga mayor para el Tesoro que la de los déficits de Reagan.

No hay, pues, razón alguna para aprestarse con timidez a la lucha contra una recesión en la que andan al acecho todo tipo de peligros y la pauperización de mucha gente. Lo cierto es que la pobreza grave y los peligros aumentarán en la medida en que las actitudes timoratas —el camino de menor resistencia— fijen los límites de lo aceptable. La entrante administración Obama puede dar pasos decisivos ahora para defender el sustento de la gente y reconstruir un sistema financiero viable, unas infraestructuras productivas y un mercado de trabajo fundados en una economía de energía limpia.

Robert Pollin es profesor de economía y codirector del Political Economy Research Institute [Instituto de Investigación de Economía Política] (PERI), el cual ayudó a fundar, en la Universidad de Massachusetts Amherst. Sus libros más recientes son Contours of Descent: U.S. Economic Fractures and the Landscape of the Global Austerity (Verso, 2003) y, en colaboración con Stephanie Luce, The Living Wage: Building a Fair Economy (The New Press, 1998).
Via Rebelion

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