El crack financiero demuestra que su ideología carece de sentido
Jacob Weisber
Slate Magazine
Una forma de diversión liviana en plena carnicería financiera ha sido ver cómo los ultraliberales, fundamentalistas del mercado, o neocon [llamados en el texto original 'liberales libertarios' y "Libertiaranism"] se apresuran a explicar que la crisis financiera global se debe a una excesiva intervención gubernamental, en lugar de insuficiente. Uno de los argumentos consiste en culpar a la Community Reinvestment Act [Ley de Reinversión Comunitaria], que impide a los bancos poner 'en la lista negra' a los barrios de minorías, negándoles el crédito. Otra teoría acusa a Fannie Mae y Freddie Mac de haber provocado la situación al haber subsidiado y garantizado hipotecas con un aval implícito del Gobierno. Una tesis alternativa sostiene que los anteriores rescates financieros animaron a los inversores a actuar temerariamente, contando con un ulterior rescate pagado por los contribuyentes.
Existen diversas réplicas a estas afirmaciones, y también contrarréplicas. Pero, resumiendo, los apologistas del ultraliberalismo están muy lejos de proporcionar una explicación convincente sobre qué ha fallado. Toda su argumentación recuerda a los cansinos debates de colegio mayor que proliferaron hacia 1989 acerca de si la caída de la Unión Soviética demostraba el fracaso del comunismo. Los marxistas académicos no estaban dispuestos a admitir que lo que sucedía en el mundo real pudiese invalidar su sistema de creencias. Utópicos de derechas, fundamentalistas del mercado están igualmente convencidos de que sus ideas todavía no se han puesto en práctica, y que funcionarían maravillosamente si la Historia de la Humanidad pudiese comenzar de nuevo. Como todos los auténticos ideólogos, siempre encuentran el modo de interpretar las crecientes evidencias de su error como pruebas de que llevaban toda la razón.
Ante esto, los demás sólo podemos responder: "¿Es que no habéis causado ya bastante daño?" Hemos escapado a duras penas a una depresión global y, felizmente, sólo nos encaminamos a la peor recesión en mucho tiempo. Y ello gracias a la debacle financiera global provocada por las ideas ultraliberales. Me falta paciencia para rebatir la noción de que averiguar cómo nos hemos metido en este lío es de algún modo intolerablemente perverso y fútil —que es la postura de Sarah Palin respecto al calentamiento global—. Cualquier investigación competente de la policía científica debería situar la teoría de los ultras de los mercados financieros autorregulados en la escena del crimen.
Más concretamente: en 1997 y 1998, la economía global se vio azotada por una serie de crisis financieras en cascada en Asia, América Latina y Rusia. El momento más alarmante fue tal vez la quiebra de un fondo de cobertura de riesgo llamado Long-Term Capital Management (LTMC), que amenazó la solvencia de las instituciones financieras que funcionaban como contrapartida para sus contratos de derivados, muy al estilo de Bear Stearns o Lehman Brothers este año. Tras el colapso de LTCM, se hizo del todo evidente, para cualquiera que prestase atención a esta cuestión por desgracia esotérica, que la desregulación de los derivados del mercado crediticio constituía un riesgo para el sistema financiero global, y que la supervisión y el establecimiento de algún tipo de límites eran medidas aconsejables. Se trataba de un problema muy preocupante y muy aburrido, una combinación peligrosa.
Como sucediera con los errores gubernamentales que hicieron posible el 11-S, la incapacidad para prevenir el crack de 2008 ha sido un pecado de omisión —debido menos a la desregulación en sí que a una falta de creencia en la regulación financiera como mecanismo legítimo—. En cualquier momento desde 1998 en adelante, Bill Clinton, George W. Bush, diversos miembros de sus Administraciones y una serie de líderes del Congreso con autoridad para la supervisión podrían haber alzado la voz para decir: "Oye, creo que corremos peligro y necesitamos unas cuantas reglas adicionales". El Washington Post ha sacado un excelente artículo esta semana sobre cómo se desbarató un intento de regular los derivados crediticios. Si los defensores de una regulación prudente hubieran sido más eficaces, se habría aprovechado una excelente oportunidad para evitar que la debacle de las hipotecas subprime [de alto riesgo] se convirtiese en un infierno financiero galopante.
Utópicos de derechas, los neocon están igualmente convencidos de que sus ideas todavía no se han puesto en práctica, y que funcionarían maravillosamente si la Historia empezara de nuevo
Hay mucha culpa que repartir, pero no se trató simplemente de un fallo colectivo. Tres altos cargos gubernamentales, más que ningún otro, son responsables de haber evitado una política eficaz de regulación durante un periodo de varios años. Alan Greenspan, el oráculo y ex presidente de la Reserva Federal; Phil Gramm, el despiadado ex presidente de la comisión de banca del Senado; y Christopher Cox, el presidente de la Comisión de Intercambio de Valores (CIV), que no ha pedido disculpas. Cúlpese a Greenspan por argumentar que el explosivo comercio con derivados era una forma benigna de protección frente al riesgo. Cúlpese a Gramm por asegurarse de que los derivados quedasen excluidos de la Ley de Modernización de Productos a Futuro, que él mismo sacó adelante en el Congreso en el año 2000. Cúlpese a Cox de abogar por la política de Bush de regulación 'voluntaria' de bancos de inversión en la CIV.
A Cox y a Gramm, en particular, se les acusa a menudo de estar en manos de la industria del comercio de valores. Eso no es del todo justo: ellos adoptaron posturas contrarias al intervencionismo por su filosofía política, que sostiene que los mercados siempre llevan razón y los Gobiernos siempre hacen mal en inmiscuirse. Comparten con Greenspan, el único miembro del trío en definirse abiertamente como ultraliberal, una profunda aversión por toda vulneración del derecho a comprar y vender. Esta creencia, que George Soros denomina 'fundamentalismo de mercado', es la mejor explicación de cómo la tendencia natural a volvernos permisivos con la normativa de regulación crediticia en un momento de prosperidad ha generado una calamidad global que se ha propagado tanto y tan rápidamente.
Lo mejor que se puede decir de estos fundamentalistas es que, como sus opiniones derivan de una teoría abstracta, tienden a ser gente de principios y rigurosa en su lógica. Los que están fuera del Gobierno, en sitios como el Cato Institute y la revista Reason, son tan coherentes en su oposición a los rescates gubernamentales como en su idea del tipo de regulación que habría evitado que ésta sea ahora necesaria. 'Dejad que quiebren los bancos en quiebra' es la fórmula de los puristas. Este punto de vista constituiría una estupenda lección de responsabilidad personal, creando miles de nuevos puestos de trabajo en las empresas proveedoras de alimentación benéfica y asistencial.
Lo peor que puede decirse de los ultraliberales es que son intelectualmente inmaduros, que están anclados a una visión del mundo que muchos de ellos sacaron de la lectura en sus años de instituto de las novelas de Ayn Rand. Como otros ideólogos, reaccionan al hecho de que el mundo no responda a su modelo preguntándose en qué punto se extravió la marcha del mundo. Su concepción heroica del capitalismo hace que les resulte difícil aceptar que los mercados pueden ser irracionales, malinterpretar los riesgos y asignar ineficazmente los recursos, o que los sistemas financieros, sin una enérgica supervisión gubernamental y una capacidad de intervención pragmática, constituyen una receta para el desastre. Están en bancarrota y, esta vez, no habrá rescate.
(Traducción: NGA)
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Vía Rebelión
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