miércoles, 17 de junio de 2009

Geithner y sus cinco amigos

Alejandro Nadal, La Jornada

El gobierno del presidente Obama anuncia hoy el programa regulatorio para el sistema financiero. La retórica es que se quiere convertir al sistema bancario y bursátil en un sistema financiero "aburrido". Con eso se quiere anunciar que ese terreno dejaría de ser el campo de aventuras de fondos predadores e inversionistas tiburones. Pero no hay que estar tan seguros.

El plan de rescate bancario de la administración de Obama, diseñado por su secretario del Tesoro, Timothy Geithner, es un indicio de lo que viene. Es opaco, sesgado y costará al fisco más de un billón (castellano) de dólares. En definitiva, beneficia a los que provocaron la crisis.

El Plan Geithner tiene dos componentes. El primero está orientado a la compra de cartera vencida e incobrable que forma parte de los activos de los bancos. En principio, este programa está abierto a todo tipo de participantes en el mercado. Pero aunque este problema de cartera chatarra es un obstáculo para el buen funcionamiento de los bancos, la dificultad más seria está en otra parte.

El segundo componente del plan es para quitarle a los estados financieros de los bancos toda la pesada carga de derivados tóxicos que están detrás de esta crisis. Esos derivados (títulos respaldados por hipotecas, swaps de deuda incobrable, etcétera) son los activos tóxicos de los que tanto se habla. Su valor es más incierto que el de la cartera vencida. Se ramifican por todo el sistema bancario y financiero de Estados Unidos (y del mundo) y establecen conexiones entre bancos y el sistema financiero no bancario. Eso hace que el segundo componente sea tan vulnerable a la colusión (quizás para eso fue diseñado).

Las principales características del Plan Geithner lo hacen el lado más oscuro de la estrategia de la Casa Blanca para enfrentar la crisis. En primer lugar, esta parte no está abierta a cualquiera: sólo podrán participar cinco administradores de fondos privados. Y aunque se ha insinuado que serán seleccionados en una especie de concurso, la realidad es distinta. Los requisitos para ser uno de esos cinco administradores afortunados son muy restrictivos: para ser seleccionado debe tener bajo su responsabilidad o control más de 10 mil millones de dólares de activos tóxicos y debe demostrar la capacidad de obtener otros 500 millones de dólares.

Pocos fondos administradores pueden jactarse de llenar esos requisitos. Lo que se comenta en los blogs financieros es que Timothy Geithner, con el visto bueno de Obama, debe haber hablado ya con los cinco fondos que van a entrarle a esta parte del plan. Entre esos administradores se mencionan Blackrock, Franklin Templeton, Pacific Investmnent, Western Asset y Pimco.

En segundo lugar, el apalancamiento permitido es todavía más fuerte. Un ejemplo permite aclarar esto. Para adquirir derivados tóxicos, el fondo administrador aporta, digamos, 500 millones de dólares. El Tesoro contribuye con otro tanto y se crea una entidad especial con capital de mil millones de dólares (mmdd). Esa entidad recibe ahora un préstamo del Tesoro equivalente a 100 por ciento de lo que ya es su capital: tiene entonces 2 mmdd. Digamos que ahora desea adquirir derivados tóxicos por 50 mmdd, y para ello solicita y recibe un préstamo de la Reserva Federal por 48 mmdd. El apalancamiento es colosal.

Algo de aritmética permite desentrañar los rendimientos y la distribución de riesgos que entraña esta operación. Si al final los derivados tóxicos tienen un valor superior al de esta inversión, los préstamos se restituyen y los dividendos se dividen entre el administrador privado y el Tesoro en función de sus aportaciones. Los rendimientos serán más o menos jugosos. Pero si hay pérdidas, y lo más probable es que así ocurra, el Tesoro y la Reserva Federal (respaldada en última instancia por el mismo Tesoro) son los que reciben el golpe duro, mientras que los bancos habrán recibido dinero fresco en cantidades astronómicas. La carga de estos derivados tóxicos será trasladada a los causantes sin autorización expresa del Congreso estadunidense (lo que confirma la similitud con el Fobaproa mexicano).

Finalmente, el Plan Geithner para derivados tóxicos abre la puerta a la colusión. Los actores participantes tienen todos los incentivos para estar coludidos y pasarle una carga extra al fisco. Cada uno de estos administradores ha otorgado préstamos a los bancos con problemas (por ejemplo, a Citigroup) y desde esa perspectiva tiene un incentivo perverso en tratar de que esos bancos vendan sus activos al mayor precio posible, porque eso permite sanearlos más rápido. Por otra parte, el número reducido de actores (los cinco administradores privados) hace posible el contubernio.

Se dice que del nuevo marco regulatorio depende la recuperación económica y la forma de sistema financiero que tendrá la economía estadunidense en el futuro. Pero no hay que esperar tanto tiempo para ver que Timothy Geithner tiene cinco amigos y Obama no es uno de ellos.

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Eclipse total

Josep Ramoneda, Sin Permiso

¿Por qué Europa gira a la derecha en el momento en que EE UU gira a la izquierda? Porque allí la revolución conservadora hizo estragos y aquí, a pesar de los denodados intentos de Aznar y de algunos de sus colegas del Este, hizo daño y creó precariedad, pero no llegó a deteriorar la totalidad del entramado institucional. Dicho de otro modo, la derecha europea tuvo la prudencia de no desmantelar el Estado del bienestar (se contentó con desprestigiarlo) y ahora cobra los frutos de aquella decisión. La distancia entre el discurso de la liberalización y la desregulación de la economía y la puesta en práctica de tanta reforma anunciada ha sido bastante grande. Con lo cual, cuando se ha desencadenado el vendaval de la crisis, los mecanismos para atemperar sus efectos en el terreno social han funcionado razonablemente. Y, ahora que la ciudadanía europea parece paralizada, la derecha ha capitalizado lo que fue el patrimonio de la izquierda.

El caso de Nicolas Sarkozy, el hiperactivo presidente francés, es emblemático. No ha estado quieto un minuto desde que llegó al poder. Prometió mil reformas y no ha llevado ninguna a cabo: o se han estrellado por el camino, ante la resistencia de las denostadas estructuras sociales francesas, o ni siquiera ha osado pasar de las palabras a los hechos. Con lo cual Francia ha aguantado mejor, una vez más, la crisis que el resto. Y, Sarkozy, hundido en los índices de popularidad, ha ganado las elecciones europeas ante una izquierda invisible e inaudible.

Evidentemente, cada país tiene sus circunstancias particulares y los resultados son difíciles de extrapolar. Pero, ante un retroceso tan generalizado de la izquierda europea, hay razones para pensar que este eclipse general no es la simple suma de eclipses parciales. Ciertamente, como es propio de un momento de crisis, en muchos países el electorado se ha agarrado al que gobierna. Y casi con toda seguridad si el PSOE, aun descendiendo sensiblemente, ha conseguido el mejor resultado de la izquierda europea ha sido porque está en el poder. De estar fuera, probablemente hubiera formado parte de este magma de socialistas silenciosos sin atributos precisos que es hoy el mapa de la izquierda europea.

Pero más allá del imán del poder y de la capitalización por la derecha del Estado del bienestar, la impotencia de la izquierda ante la crisis tiene causas sólo imputables a los socialistas. La primera, y principal, haber practicado el seguidismo más absoluto respecto a las políticas de la derecha. La tercera vía de Tony Blair que simboliza por encima de todo este período de sumisión a la ideología conservadora, se va ahora por el desagüe, habiendo completado la destrucción del tejido industrial inglés que inició Margaret Thatcher, y dejando un clima de descomposición política que ha permitido el resurgimiento de un impropio nacionalismo británico.

De modo que en el momento en que el capitalismo vive uno de sus grandes desajustes, una crisis de adaptación, la izquierda no tiene nada diferente que ofrecer. Los ciudadanos la consideran, con razón, tan responsable de la crisis como a la derecha, porque donde gobernaron no hicieron nada para frenar los delirios de los años de la impunidad -¿qué hizo Zapatero contra la burbuja inmobiliaria o contra la explosión del crédito?- y no ven en ella ninguna alternativa real que garantice una salida mejor. No sólo en economía, durante estos años también en política la izquierda no ha hecho sino rivalizar con la derecha en su mismo terreno. El mimetismo en la construcción de liderazgos carismáticos ha sido evidente. Segolène Royal, por ejemplo, se hundió en una relación especular con Sarkozy. Y la derecha ha ganado en este terreno por mayor descaro. Tampoco la izquierda ha sabido responder a la privatización de lo público y la publicitación de lo privado que está amenazando una separación sagrada de la política democrática.

En algunos países los réditos de poder que el mimetismo de la derecha le ha dado han impedido ver la urgencia de la renovación. En otros, la falta de ideas ha dejado a la izquierda a merced de las querellas de familia. Llega la crisis y todo está por hacer. Sin embargo, nos jugamos que la salida de la crisis sea el cambio o la regresión. Porque cuando se habla de más Estado o de más mercado, en el fondo se está escamoteando una cuestión mucho más concreta: ¿se seguirán repartiendo los excedentes del capitalismo a capricho y beneficio de unos pocos, como en estos últimos años, o habrá una redistribución con mayor control social, más conforme a los intereses de todos?

Josep Ramoneda es el director general del Centre de Cultura Contemporània de Catalunya (CCCB).
El País, 11 junio 2009
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martes, 16 de junio de 2009

Limitar los ingresos máximos para salvar la economía

Sam Pizzigati, Sin Permiso

Para poner a salvo la economía global de inmunidades temerarias, lo único que hace falta es un “salario máximo”. Esto es lo que dicen los principales líderes sindicales de Australia y un grupo razonablemente audaz de diputados en el Reino Unido.

No hay que ser especialmente osado, por lo menos actualmente, para culpar a las excesivas remuneraciones de los ejecutivos de buena parte de los males de la economía mundial. Es precisamente lo que han estado haciendo durante los últimos meses una amplia representación de personalidades públicas –desde el gobierno y el mundo empresarial- hasta los académicos y la prensa.

El último de los observadores que ha subrayado los peligros que crean, inevitablemente, las excesivas remuneraciones de los ejecutivos es Jeff Lawrence, uno de los principales líderes de la federación sindical nacional de Australia.
“Salarios y gratificaciones insultantes para los ejecutivos”, señaló Lawrence la semana pasada en el congreso trienal del Consejo Sindical de Australia, han “impulsado una cultura de riesgo excesivo y de tendencia al corto plazo que se considera de forma general como una de las principales causas de la crisis financiera global. Año tras año de crecimiento virtualmente ilimitado de las pagas de los CEO1, han establecido remuneraciones para los ejecutivos “fuera de toda proporción con el trabajo realizado”.


Una observación que no puede decirse que sea excepcionalmente valiente. Pero hay que ser algo audaz para proponer lo que Lawrence –en representación del movimiento sindical australiano- continuó diciendo. El líder sindical instó al gobierno federal australiano a recortar las pagas de los ejecutivos hasta un tope de diez veces el salario medio de un trabajador de la empresa.

Y ¿respecto a las gratificaciones? El movimiento sindical australiano quiere que los incentivos “por actuación” estén estrictamente regulados – y que se limiten a situaciones en que las empresas superen a sus competidores durante un período completo de cinco años.

En términos comparativos ¿en qué medida este movimiento de limitación de los salarios aventaja de forma más audaz a los esfuerzos de reforma de las remuneraciones de los ejecutivos en otros países? En Estados Unidos los legisladores todavía están luchando para que los accionistas obtengan el derecho a votar de forma meramente consultiva sobre los salarios de los ejecutivos.

En 2007, la remuneración de un director ejecutivo en las 500 primeras empresas estadounidenses era, en promedio, 344 veces la paga media de un obrero. En Australia, las últimas estadísticas sitúan la diferencia entre el salario medio de un director ejecutivo y de un trabajador en 63 veces, un incremento respecto a 1990: 18 veces. Suficiente para ofender a los líderes sindicales de Down Under2

“Los empresarios australianos han perdido la brújula”, cargó Sharan Burrow, presidenta del Consejo Sindical Australiano, en el congreso sindical de la semana pasada.

“Los ingenieros que crearon los castillos de naipes financieros que se han derrumbado y están destruyendo la vida y las familias de millones de gente” señaló en Brisbane, “están todavía embolsándose gratificaciones multimillonarias insultantes”.

El ACTU3 confía en que su propuesta de recortar a diez veces sea oída en el Parlamento. El Primer Ministro australiano Kevin Rudd, pidió el pasado marzo a la selecta Comisión de Productividad nacional que analizara toda la cuestión de la remuneración de los ejecutivos. Instó al panel a “examinar todas las opciones factibles” para garantizar que las remuneraciones totales de los ejecutivos “no recompensen el riesgo excesivo o promuevan la codicia corporativa”.

La comisión hará públicas sus recomendaciones probablemente el próximo Diciembre.

Mientras tanto, en Gran Bretaña, nueve diputados acaban de introducir una legislación para poner “un límite al salario máximo anual que puede pagarse a cualquier persona”. Millones de trabajadores con un bajo nivel de renta, dijo en la Cámara de los Comunes el diputado Paddy Tipping, principal promotor de la medida, se han beneficiado del salario mínimo británico. “Hay que completar el círculo de la política”, urgió Tipping, “y considerar seriamente la introducción de un salario máximo”.

Un salario máximo fijado en diez veces el mínimo, observó el ex-trabajador social, “daría un salario máximo de 120.000 libras esterlinas”, el equivalente de unos US$200.000.

Sea cual sea el ratio específico, señaló Tipping, el efecto sería profundo.

“Está claro”, explicó, “que una de las consecuencias de una política de salario máximo sería que si los altos jefes y directivos quisieran incrementar sus salarios, tendrían que incrementar el de todo el personal de la empresa.”

Los diputados que están detrás de la propuesta de Tipping esperan que la introducción de la propuesta de ley estimule un debate nacional más amplio.

“Hay que dejar claro que los trabajadores aborrecen la codicia y la injusticia”, así resumió Tipping sus observaciones la semana pasada en la Cámara de los Comunes. “Hay una crisis en el sistema económico y una crisis paralela en nuestro sistema político, así que la reforma es necesaria y urgente”.

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Sam Pizzigati dirige Too Much, publicación semanal digital sobre excesos y desigualdades.

Traducción para www.sinpermiso.info: Anna Garriga Tarrés
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Lo último en teoría económica basura

Por Michael Hudson-Sin Permiso

Parece que las librerías andarán inundadas en el verano y el otoño próximos de textos encargados por los editores hace un año, cuando la economía estaba descarrilando. La estrategia de marketing preferida es la de ofrecer asesoramiento por parte de celebridades bien ubicadas en el núcleo del sistema sobre el modo de restaurar la feliz era 1981-2007, dominada por ganancias de precios resultantes de deuda apalancada en bienes raíces, acciones y títulos de obligaciones. Pero la Economía de la Burbuja estaba a tal punto apalancada en la deuda, que no es razonable esperar restauración ninguna.

Por ahora, se nos nutre con defensas, nacidas de Wall Street, del intento de Bush-Obama (es decir, de Paulson-Geithner) de rehinchar la burbuja con un obsequioso rescate que ha conseguido triplicar ya la deuda nacional estadounidense en la esperanza de lograr una remontada del crédito bancario (es decir, de aumentar la deuda). El problema es que el apalancamiento de la deuda es, precisamente, lo que causó el colapso económico. Se estima ahora que un tercio de los bienes raíces estadounidenses se halla en quiebra técnica, con una magnitud del volumen de ejecuciones hipotecarias todavía en aumento.

A la vista de esa estupefaciente tendencia financiera, al público consumidor de libros se le ofrecen unos aperitivos, conforme a los cuales la recuperación económica no precisaría sino de más "incentivos" (especialmente, recortes fiscales para los ricos) capaces de estimular un mayor "ahorro", como si los ahorros fueran automáticamente capaces de financiar nuevas inversiones y nuevos préstamos de capital. No hay tal: lo que hay es dinero prestado, a fin de crear una mayor deuda para un 90% de la población endeudado con el 10% situado en la cúspide de la vida económica.

Tras cargarle le mochuelo a Alan Greenspan por su papel de "tonto útil" en la promoción de la desregulación y en el bloqueo de la investigación y persecución del fraude fiscal, el grueso de los autores se lanza ahora por los trillados caminos de las panaceas que gozan de mayor aplauso general: regulación federal de los derivados financieros (y aun proscripción de los mismos), una tasa Tobin para las transacciones de títulos de obligaciones, clausura de los centros bancarios radicados en oasis fiscales y erradicación de las estrategias fiscalmente evasoras de esos institutos bancarios. Nadie se avilanta a ir a la raíz del problema financiero, proponiendo remover la deductibilidad fiscal general de los intereses que han subsidiado el apalancamiento de la deuda, proponiendo gravar fiscalmente las ganancias de "capital" al mismo tipo marginal que los salarios y los beneficios, o proponiendo sellar las escandalosas brechas fiscales ahora abiertas a los sectores FIRE (finanzas, seguros y bienes raíces, por sus siglas en inglés).

Los editores derechistas reciclan las habituales panaceas –como ofrecer más incentivos fiscales a los "ahorradores (otro eufemismo para los regalos obsequiosos a las altas finanzas) y un presupuesto federal reequilibrado— para evitar el "efecto de expulsión" de las finanzas privadas [por parte del sector público]. El sueño de Wall Street es privatizar la seguridad social para empezar a crear otra burbuja. Afortunadamente, esas propuestas fracasaron ya durante la administración Bush controlada por los republicanos como consecuencia del choque de realidad experimentado en forma de cólera del contribuyente tras el estallido de la burbuja punto.com en 2000.

Nadie llama a financiar la Seguridad Social y Medicare a partir del presupuesto general, en vez de seguir manteniéndolas con recursos obtenidos a partir de unos impuestos particularmente regresivos sobre trabajadores y empresarios, a quienes el Congreso expolia a fin de financiar recortes fiscales para los segmentos más ricos de la población. Y sin embargo, ¿cómo pueden los EEUU lograr competitividad industrial en los mercados globales con estos impuestos pre-ahorro para la jubilación y con seguros privatizados de asistencia sanitaria, con costes inmobiliarios apalancados en la deuda y con los conexos gastos que acarrean las deudas personales y empresariales? El resto del mundo suministra a mucho menor coste vivienda, atención sanitaria y otros bienes complementarios del ingreso de los trabajadores (o, simplemente, mantiene al trabajo por encima de los niveles de susbsistencia). Es éste un problema de gran importancia, que se atraviesa en el camino de los sueños de restauración de la Economía de Burbuja. Pues esos sueños dejan de lado la dimensión internacional.

Y, ni que decir tiene, hay los tradicionales llamamientos a reconstruir las devastadas infraestructuras norteamericanas. Sólo que, ¡cáspita!, Wall Street planea hacer eso al estilo de Tony Blair, con cooperaciones público-privadas que inyectarían enormes flujos de servicio de intereses en la estructura de precios, al tiempo que proporcionarían a Wall Street crecidos honorarios en materia de gestión y de suscripción de seguros. Las caídas del empleo y del precio de la vivienda han disminuido a tal punto a las finanzas públicas, que la inversión en infraestructuras nuevas habrá de cobrar inevitablemente la forma de cabinas privatizados de peaje apostadas en los puntos de acceso más importantes a la economía, como son carreteras y otras vías de transporte público, la comunicación o el agua limpia.

No hay llamamientos a la restauración de los impuestos estatales y municipales a los niveles de la Era Progresista, cuando la presión fiscal estaba diseñada para que tributaran sobre todo las ganancias de "barra libre" procedentes de las rentas inmobiliarias, llegando esas ganancias a constituirse, con el tiempo, en la base fiscal principal. Restaurar eso ahora significaría presionar a la baja los precios de los terrenos (y por ende, de la deuda hipotecaria), previniendo que los acrecidos valores de emplazamiento sean capitalizados y fluyan a los bancos en forma de servicio de intereses. Y ofrecería la ventaja adicional de aligerar las cargas fiscales soportadas por los ingresos y las ventas (un tipo de política que incrementa el precio del trabajo, de los bienes y de los servicios). En cambio, el grueso de las reformas que se proponen hoy lo que hacen es llamar a ulteriores recortes de los impuestos a la propiedad inmobiliaria, a fin de promover más "creación de riqueza" en forma de una inflación de los precios de esa propiedad estimulada por la deuda apalancada. La idea es dejar una mayor proporción de ingreso rentista para su capitalización en hipotecas aún más voluminosas, los intereses de las cuales irán a parar al sector financiero. En vez de caer el precio de la vivienda y de reducirse los impuestos al ingreso y a las ventas, lo que ocurrirá es que el crecido valor de emplazamiento de la propiedad inmobiliaria irá a parar a los bancos en forma de servicio de intereses, no a las autoridades fiscales locales. Lo que forzará a estas últimas a seguir desplazando la carga fiscal hacia consumidores y empresas.

No faltan en esta plétora de libros expuestos en vitrina los habituales llamamientos pro forma a reindustrializar Norteamérica. Pero ninguno apunta a la dinámica financiera deudora que ha socavado el capitalismo industrial, en este país y por doquiera. Con la perspectiva de una década, ¿cómo se verán retrospectivamente estas tímidas "reformas"? Lo que pretenden los rescates Bush-Obama es que los bancos "demasiado grandes para caer" se enfrentan únicamente a un problema de liquidez, no a un problema de mala deuda en el marco de una vida económica de morosidad creciente. La razón de que no puedan volver a hincharse burbujas como las del pasado es que se ha llegado al límite de la deuda. Y no sólo a escala nacional: a escala internacional se ha llegado también al límite político de la hegemonía del dólar.

¿Qué omiten todos estos libros? Todo aquello sobre lo que realmente versa la teoría económica: los costos de la deuda; el fraude y el delito financieros (uno de los sectores más rentables de la vida económica); el gasto militar (clave para entender el déficit de la balanza de pagos estadounidense y, por lo mismo, para entender la formación de las reservas de dólares por parte de los bancos centrales en todo el mundo); la proliferación de ingresos no ganados, rentistas, y de los cabildeos políticos con información privilegiada. Porque son ésos, y no otros, los fenómenos que están en el núcleo de lo que está pasando: sin embargo, los apologetas del "libre mercado" y sus corifeos los han relegado a los sótanos "institucionalistas" del curriculum económico académico.

Por ejemplo, los periodistas no dejan de repetir como loritos el mensaje de Washington, según el cual los asiáticos "ahorran" demasiado, lo que sería la causa de que prestaran dinero a los EEUU. Pero los "asiáticos" que ahorran esos dólares son los bancos centrales. Los individuos y las empresas ahorran en yuanes y en yenes, no en dólares. Y no son esos ahorros nacionales los que China y Japón han colocado en los bonos del Tesoro norteamericano por valor de 3 billones de dólares. Es el gasto norteamericano, es decir: los billones de dólares que el déficit de su balanza de pagos está bombeando al mundo, el dinero que excede a la demanda exterior de las exportaciones estadounidenses y a las compras de empresas, acciones y bienes raíces norteamericanos. Este déficit de la balanza de pagos no es el resultado de que los consumidores norteamericanos apuren hasta el límite sus tarjetas de crédito. Lo que se pasa por alto es el gasto militar, que está en la base del déficit de la balanza de pagos norteamericana desde los tiempos de la Guerra de Corea. Es una tendencia que no puede seguir por mucho tiempo, ahora que los países extranjeros están comenzando a reaccionar.

En la medida en que el Banco Central chino es el mayor tenedor de bonos públicos estadounidenses y de otros títulos denominados en dólares, se ha convertido en el principal financiador del déficit de la balanza de pagos norteamericana (así como del déficit presupuestario del gobierno federal). La mitad del gasto discrecional a cuenta del presupuesto federal es de naturaleza militar. Eso sitúa a China en la desairada e incómoda posición de ser la principal fuente de financiación del aventurerismo militar estadounidense, incluidos los intentos de los últimos quince años por cercar militarmente a China y a Rusia, a fin de bloquear su desarrollo como rivales. No es eso lo que se proponía China, pero es el efecto de la hegemonía global del dólar.

Otra tendencia que no puede seguir es "milagro del interés compuesto". Se llama "milagro" porque parece demasiado bueno como para ser verdad, y así es: no puede durar mucho tiempo. El endeudamiento muy apalancado termina siempre mal, pues incrementa los cargos por intereses más rápidamente de lo que la economía está en condiciones de pagarlos. Fundar la política nacional en el sueño ilusorio de servir intereses por la vía de tomar prestado dinero a cuenta de unos precios de activos más y más hinchados se ha convertido en una pesadilla para los compradores de vivienda y para los consumidores, así como para las empresas que se convirtieron en objetivo de los saqueadores financieros que se sirven de deuda apalancada para hacerse con activos. Y es esta política la que ahora se aplica a unas infraestructuras públicas en manos de propietarios absentistas que cargarán intereses sobre los nuevos precios de los servicios suministrados por ellos y a los que se permitirá dar a esos cargos de intereses un trato fiscal de gastos tributariamente deducibles. Los lobistas de la banca han conformado el sistema fiscal de modo tal, que deriva la nueva inversión absentista hacia la deuda, antes que hacia la financiación con capital.

Los animadores de la fiesta que aplaudieron la economía de la burbuja como "creación de riqueza" –por usar una de las locuciones favoritas de Alan Greenspan— querrían ahora hacernos creer a nosotros, su audiencia, que ya sabían que había un problema, sólo que, sencillamente, no pudieron frenar la "exuberancia irracional" y los "espíritus animales" de la economía. La idea es culpar a las víctimas: a los propietarios de vivienda, obligados e endeudarse para tener acceso a ella; a los ahorradores de los fondos de pensiones, obligados a confiar lo que lograron apartar de su salario a gestores financieros que operaban para las grandes firmas de Wall Street; y a los empresarios que buscaban defenderse de los saqueadores financieros de empresas, lo que les forzaba a tragar "amargas píldoras" en forma de deudas lo suficientemente crecidas como para bloquear una toma de control ajena. En vano se buscará un reconocimiento honrado del carácter mafioso progresivamente asumido por el sector financiero, harto más cercano a los cleptócratas postsoviéticos que gozaban de información privilegiada, que a innovadores schumpetarianos.

Los tomos posburbuja parten del supuesto de que, en lo que hace a los grandes problemas, hemos llegado al "fin de la historia". Lo que les falta es una crítica de la imagen global: del punto hasta el que Wall Street ha llegado en la financiarización del dominio público para inaugurar una economía neofeudal de peajes, lo que ha llevado al extremo de una privatización del propio gobierno encabezada por el Tesoro y la Reserva Federal. Lo que se deja sin mención es la historia de cómo el capitalismo industrial ha sucumbido a un capitalismo financiero insaciable e insostenible, cuyo más reciente "estadio final" parece ser un capitalismo de juego de casino de suma cero, fundado en derivados financieros de cobertura [swaps] y en innovaciones especulativas de fondos hedge manejados entre amiguetes.

Lo que se ha perdido son las dos grandes reformas de la Era Progresista. La primera: la minimización de la barra libre a disposición de los ingresos rentistas no ganados (p.e., el privilegio monopólico y la privatización del dominio público, que son muy otra cosa que el propio trabajo y la propia empresa) por la vía de someter a cargas tributarias a la renta procedente de la propiedad absentista y a las ganancias (de "capital") dimanantes de los precios de los activos. El objetivo de la justicia económica progresista era prevenir la explotación (lograda, por ejemplo, por la vía de cargar más de lo tecnológicamente necesario en los costes de producción y en los beneficios razonablemente exigibles). Ese objetivo tuvo un producto lateral fortuito, que hizo que la Era Progresista diera la impresión de que iba a conquistar el mundo de una manera evolutiva darwiniana: pues la minimización de la barra libre rentista de los ingresos no ganados permitió a países como los EEUU competir con éxito y avanzar por encima de otros países que no pusieron por obra políticas fiscales y financieras progresistas.

Un segundo objetivo de la Era Progresista fue el de obligar al sector financiero a financiar la formación de capital. El crédito industrial se logró de manera óptima en Alemania y en la Europa central en las décadas anteriores a la I Guerra Mundial. Pero la victoria aliada trajo consigo el dominio de las prácticas bancarias angloamericanas, basadas en el préstamo respaldado por la propiedad o por flujos de ingresos ya existentes. La actual banca de crédito ha llegado a desacoplarse de la formación de capital, adoptando sobre todo la forma del crédito hipotecario (80 por ciento) y de préstamos garantizados por las acciones empresariales (para fusiones, adquisiciones y saqueos y tomas de control de otras empresas, así como con vistas a la especulación). El efecto de lo cual es la estimulación de la inflación de los precios de los activos en relación con el crédito de manera tal, que beneficia a unos pocos a expensas del conjunto de la economía.

El problema que representa la inflación de los precios de los activos fundada en la deuda apalancada puede verse del modo más claro en el llamado "síndrome báltico" postsoviético, al que ahora está sucumbiendo la economía británica. Las deudas se contraen en moneda extranjera –hipotecas inmobiliarias en los países bálticos; fondos fiscalmente evadidos y fugas de capital en la Gran Bretaña—, sin la menor perspectiva, hasta donde puede alcanzarse, de que las exportaciones puedan llegar a cubrir los carrying charges (1). El resultado de lo cual es una trampa de liquidez: una austeridad crónica abatida sobre el mercado interno, que es causa de bajos niveles de inversión de capital y de bajos niveles de vida, sin esperanza de recuperación.

Esos problemas ilustran la medida en la que la economía mundial, en su conjunto, ha venido siguiendo un rumbo errado desde la I Guerra Mundial. Esta larga trayectoria desviada se vio facilitada por el fracaso del socialismo en punto a proporcionar una alternativa viable. Aun cuando el socialismo burocrático estalinista de Rusia consiguió librarse de la barra libre posfeudal de la renta de la tierra, de la renta monopólica y de las ganancias rentistas dimanantes de los intereses, de las finanzas y de los precios de las propiedades, lo cierto es que los gastos y costos generados por su burocracia terminaron lastrando de manera insoportable a su economía. Rusia cayó. La cuestión es si la rama angloamericana del capitalismo financiero seguirá el mismo camino como consecuencia de sus propias contradicciones internas.

Las debilidades de la economía norteamericana son tan difíciles de subsanar porque arraigan en el núcleo mismo de las economías posfeudales occidentales. Sobre eso versaba la tragedia griega: una debilidad trágica que condena al héroe. La principal debilidad arraigada en nuestra economía es que una deuda creciente, más allá de toda posibilidad de ser satisfecha, es parte de un problema de mayor alcance: la barra libre financiera de la que la propiedad inmobiliaria y los tenedores de títulos financieros extraen rentas que rebasan por mucho los costes correspondientes medidos en esfuerzo laboral o en una carga fiscal equitativamente compartida (la teoría clásica de la renta económica). Lo mismo que la incautación de tierras o que los cabildeos privatizadores con información privilegiada, esa riqueza puede transmitirse hereditariamente, puede robarse o puede obtenerse por la vía de la corrupción política. La riqueza y las rentas extraídas por la vía del actual capitalismo financiero eluden la tributación fiscal, con lo que reciben, encima, un subsidio fiscal que no reciben, en cambio, ni la inversión industrial tangible ni el beneficio derivado de la actividad empresarial operativa. Sin embargo, los académicos y los medios de comunicación populares tratan esos flujos centrales como "exógenos", es decir, como si acontecieran fuera del ámbito del análisis económico propiamente dicho.

Desgraciadamente para nosotros –y para los reformadores que traten de acudir en rescate de nuestra economía posburbuja—, la historia del pensamiento económico ha sido reescrita hasta convertirla en una pueril caricatura, a fin de dar la impresión de que la actual teoría económica basura, demediada y grotescamente trivializada, es algo así como la culminación de la historia social de Occidente. Si sólo se atendiera a los debates presentes, nadie llegaría a percatarse de que en las dos últimas centurias ha prevalecido una pauta de razonamiento harto distinta. Los economistas clásicos distinguieron entre ingresos ganados (salarios y beneficios) e ingreso no ganado (renta de la tierra, renta monopólica e interés). Resultado de lo cual era la nítida distinción entre riqueza ganada a través del capital y la empresa, que refleja el esfuerzo del trabajo, y la riqueza no ganada, que viene de la apropiación de tierras o de otros recursos naturales, de privilegios monopólicos (incluidas la banca y la gestión del dinero) y de unas ganancias de "capital" fundadas en la inflación de los precios de los activos. Mas ni siquiera la Era Progresista fue demasiado lejos en punto a purgar al capitalismo industrial de las reminiscencias feudales: de la renta de la tierra y de la renta monopólica, procedentes de las conquistas militares, y de la explotación financiera ejercida por los bancos y (en Norteamérica) por Wall Street en calidad de "madre de los monopolios".

Lo que hace distinta de las anteriores a la actual burbuja económica es que, esta vez, no ha sido generada por los gobiernos como una estratagema para organizar su deuda pública creando o privatizando monopolios y vendiéndolos pagaderos en bonos públicos. No; esta vez, los EEUU y otras naciones se endeudan más profundamente, simplemente, para poder subvenir a las pérdidas que los banqueros registraron con sus malos préstamos. En vez de que las finanzas se subordinen y se aproen a la promoción del crecimiento económico y de una economía viable con una estructura de costes más bajos, lo que se hace es, al revés, sacrificar toda la economía para compensar al sector financiero. En tales condiciones, el "ahorro" no es solución alguna para el presente encogimiento de la economía; es más bien parte del problema. A diferencia del acopio de recursos personales cautelosamente escondidos en casa de los días de Keynes, el problema ahora es el poder extractivo del sector financiero en su calidad de acreedor, lo que impide borrar la pizarra sacando de ella las partidas de mala deuda de la forma históricamente normal, es decir, mediante una oleada de quiebras.

Lo que pasa ahora mismo es que el sector financiero está sirviéndose de su opulencia (a costa del contribuyente) para ganar un poder político que le permite desviar aún más infraestructura pública de los estados federados y de los gobiernos municipales, y del dominio público federal a escala nacional. Y lo hace al estilo de Thatcher y Blair: vendiendo lo público a absentistas que lo compran a crédito para sacar buenos rendimientos de la deuda pública (mientras se recortan todavía más los impuestos a la riqueza). Nadie se acuerda ya del llamamiento de Keynes a practicar la "eutanasia del rentista". Hemos entrado en la era rentista más opresiva desde los tiempos del feudalismo europeo. En vez de suministrar los servicios básicos de infraestructura a precio de coste, o aun subsidiado, para rebajar la estructura de costos nacional y hacer así a nuestra economía más barata –y más competitiva internacionalmente—, lo que se ha hecho es convertirla en una colección de cabinas de peaje. No puede, pues, sorprender demasiado que la episódica ola de libros postburbuja que nos invade este año se olvide de poner en ese contexto de largo plazo la financiarización de los EEUU y de la economía global.

NOTA T.: (1) Son los intereses cargados por el corredor en cuenta de margen, y representan el costo de almacenar un bien tangible físico, que consiste en interés sobre los fondos invertidos, seguro, derechos por almacenaje y otros costos incidentales. Estos costos están usualmente reflejados en la diferencia entre los precios de futuros para diferentes meses de entrega. Cuando los precios de futuro por vencimientos postergados de contrato son más altos que para los vencimientos cercanos, es un mercado de intereses cargados por el corredor. Un mercado total de intereses cargados por el corredor reembolsa al dueño del bien tangible físico por su almacenamiento hasta la fecha de entrega.

Michael Hudson es ex economista de Wall Street especializado en balanza de pagos y bienes inmobiliarios en el Chase Manhattan Bank (ahora JPMorgan Chase & Co.), Arthur Anderson y después en el Hudson Institute. En 1990 colaboró en el establecimiento del primer fondo soberano de deuda del mundo para Scudder Stevens & Clark. El Dr. Hudson fue asesor económico en jefe de Dennis Kucinich en la reciente campaña primaria presidencial demócrata y ha asesorado a los gobiernos de los EEUU, Canadá, México y Letonia, así como al Instituto de Naciones Unidas para la Formación y la Investigación. Distinguido profesor investigador en la Universidad de Missouri de la ciudad de Kansas, es autor de numerosos libros, entre ellos Super Imperialism: The Economic Strategy of American Empire.

Traducción para www.sinpermiso.info: Ricardo Timón

http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=2594

Pistas para entender el derrumbe

CLAUDI PÉREZ y ALEJANDRO BOLAÑOS, El País

El interés por la crisis ha explotado y todos quieren saber cómo se ha llegado al borde del precipicio. Los textos sobre economía han logrado atraer al gran público

La economía está herida. Tal vez enferma. Esclerosis, metástasis, anemia, bulimia trombosis, todo ese parte médico aparece en la infinidad de libros que tratan de explicar -a medio camino entre el realismo visceral y la literatura fantástica- el último achaque de la variedad del capitalismo que nos ha metido en este berenjenal. Un virus financiero, de país rico, anglosajón para más señas, se ha extendido a toda velocidad ayudado por esa apuesta inmoderada por la globalización de los últimos años. No hay nada anormal en eso: las sociedades nacen, crecen y se derrumban una vez enferman; como ciencia social, la economía está en un punto crítico de ese ciclo vital. La Gran Depresión de los años treinta fue algo así como "una crisis de juventud, de ímpetu, de entusiasmo", aseguraba en un acto reciente el escritor José Luis Sampedro, testigo en su adolescencia de aquellas uvas de la ira. "Ésta, en cambio, es una crisis de vejez, de la decrepitud, del miedo", sostenía el autor de Economía humanista, una colección de artículos que repasa su labor como economista en los años cuarenta con un prólogo demoledor -"vivimos la decadencia del sistema, pero la historia no se acaba"- que entronca con la situación actual.

En una secuencia vertiginosa, la crisis que estalló en agosto de 2007 con la basura hipotecaria de Estados Unidos se ha convertido en una pandemia devastadora. En ella caben el rostro desafiante del malvado Bernard Madoff, la cara angelical de Barack Obama y, sobre todo, el decorado de tierra quemada que han dejado a su paso los bankgsters (banqueros y gánsteres) en Wall Street, apunta Ignacio Ramonet en La crisis del siglo. Pero más allá de los hechos -quiebras de bancos, intervenciones públicas a la desesperada, un sonoro reventón de la burbuja inmobiliaria y demás-, lo más interesante es quizás el relato de la crisis. Los economistas rara vez han conseguido destacar en el arte de contar los grandes batacazos del último siglo. Nadie explicó mejor que un humorista -Groucho Marx- el crash de 1929; ningún economista contó como John Steinbeck la extrema dureza de la década siguiente, y fue un periodista extravagante, Tom Wolfe, quien desnudó las vanidades que después ardieron el lunes negro de 1987. Quizá tampoco esta vez el gran libro de esta crisis sea obra de alguien del gremio, pero al menos hay un puñado de ejemplos sobresalientes. "Como economista con buena reputación, soy perfectamente capaz de escribir cosas que nadie pueda leer", se mofa el Nobel Paul Krugman en el imprescindible El retorno de la economía de la depresión, que, por cierto, se deja leer estupendamente.

Los libros sobre economía han logrado atraer al gran público en muy contadas ocasiones. En los últimos años, el éxito en España de algunos títulos traducidos del inglés, como Freakonomics, de Steven D. Levitt, o El economista camuflado, de Tim Harford, dieron pistas de un interés creciente. Obras en las que siempre se encontraba una explicación económica a cualquier comportamiento, desde lo más cotidiano a lo más esperpéntico.

Con la crisis de las hipotecas basura ha saltado por los aires la certeza de que todo hay que dejarlo al albur de las fuerzas del mercado. La famosa mano invisible tiene a día de hoy muy mala prensa. Pero, al mismo tiempo, el huracán financiero ha confirmado que la pista sobre los lectores era buena. El interés por la crisis ha explotado y, más allá de la academia, los libros sobre economía vuelven a emparentarse con la política y el modelo de sociedad en el que vivir. Pero, antes que nada, prima el deseo de entender cómo se ha llegado hasta el borde del precipicio. "Es importante hablar claro. Creo que esta crisis es también una crisis de comunicación". La reflexión es de Leopoldo Abadía, autor de uno de los fenómenos editoriales del año, La crisis ninja, que estuvo entre los más vendidos en Sant Jordi y puja al alza también ahora en la Feria de Madrid. El éxito de Abadía, que fue profesor del IESE durante 31 años, debe mucho a su didáctico esfuerzo por desenredar la maraña de la crisis financiera. Y otro tanto al envoltorio mediático del enésimo hallazgo de Internet: su texto inicial, escrito a los pocos meses de que la crisis despuntara en Estados Unidos, se colgó primero en la red y se propagó como la pólvora. En el camino del blog al libro, aquella explicación a bote pronto de lo que se venía encima se pone al servicio de una reivindicación de la ética empresarial y los valores familiares. Y el acercamiento campechano deriva en consejos de autoayuda, un género que ha copado los últimos años las estanterías dedicadas a la economía.

La historia económica y financiera ha quedado partida en dos: hay una era precrisis y otra posdesastre. La mayoría de los libros editados en los últimos meses responde a esa geografía acuchillada. El ejemplo más claro es El estallido de la burbuja, de Robert J. Shiller, una autopsia de la exuberancia irracional de los mercados. Shiller ahonda en las raíces fundamentalmente psicológicas de la crisis -aspecto que desarrolla en un libro que aún no ha aparecido en España, Animal Spirits- y es osado al proponer soluciones, siempre dentro de la órbita del mercado, pero con mayores dosis de control público para evitar aquelarres como el actual. George Soros, famoso especulador y filántropo (si ambas cosas son posibles a la vez), abunda en esa tesis en El nuevo paradigma de los mercados financieros, en el que sostiene que tras la caída del "fundamentalismo de mercado" hay que adoptar un nuevo modelo como agua de mayo: "Todo esto estaba destinado a acabar mal. [...] Uno no puede evitar concluir que tanto las autoridades financieras como los participantes del mercado no entienden cómo funcionan los mercados financieros".

Porque la debacle económica de los dos últimos años es comparable a lo que para la geopolítica fue la caída del muro de Berlín. "Sin un discurso alternativo, por primera vez el capitalismo debe justificar el fracaso de su inmenso éxito", cuenta Antonio Baños en el divertidísimo La economía no existe, que él mismo define como "un libelo contra la economía". La crisis pone al descubierto la inanidad de la Escuela de Chicago, esa fe dogmática en los mercados autorregulados y sin restricciones. Se cierra la etapa más salvaje e irracional de la globalización neoliberal, que iniciaron Reagan y Thatcher con aquel lema rompedor: "El Estado no es la solución: es el problema". Ése es el muro que cae esta vez.

El péndulo gira ahora al Estado como solución. Para eso han tenido que caer grandes bancos y algunos dioses -empezando por el ex presidente del banco central estadounidense, Alan Greenspan-, han quebrado varios países, han dimitido gobiernos, han engordado las amargas listas del paro. Y esa lista negra no deja de agrandarse, hasta el punto de que el colapso financiero que derivó en crisis económica amenaza con una última mutación para convertirse en tormenta social. El terremoto es de tal calibre que incluso hay indicios de un cambio de guardia entre los economistas. Los neokeynesianos salen como setas para enterrar a Milton Friedman -y en el fondo, también a John M. Keynes- con una tercera vía que aúna mercado y sector público y que propone a los economistas algo más que números. "La economía, la ciencia social matemáticamente más avanzada, es la ciencia humana más atrasada", critica Vicente Verdú en El capitalismo funeral. Autores como Cass Sunstein y Robert Thaler -Un pequeño empujón- escriben de economía de otra manera, tratando de acercarla al terreno de la sociología, la política y la psicología. Con indudable éxito: Sunstein es el nuevo zar regulatorio de la Administración de Obama.

El derrumbe económico es ya un fenómeno editorial: por lo menos esa industria ha sabido hacer suyo el muy manido mantra -ya casi un tópico- que identifica crisis con oportunidad. En los estantes de las librerías hay de todo: autores nacionales y primeras figuras internacionales -a veces editados con tanta premura que se maltratan las traducciones-, best sellers en toda regla (Abadía o El informe Recarte, de Alberto Recarte) y libros sesudos para expertos (Revolución en las finanzas, de Antonio Torrero). La revisión crítica de los mandamientos económicos de las últimas dos décadas hace hueco a la crisis alimentaria (Un planeta de gordos y hambrientos, del recientemente fallecido Luis de Sebastián), un oportuno recordatorio de que hay muchos otros asuntos a los que la economía debe responder, o a la pujante teoría del decrecimiento (Menos es más, de Nicolas Ridoux), que ante los desarreglos de los últimos años deja una conclusión desasosegante: "Hay que desacostumbrarse a la adicción al crecimiento". Algunos creen que no habrá más remedio. "La auténtica crisis está por llegar", asegura Santiago Niño Becerra en El crash de 2010, donde augura que el año próximo empezará una crisis "de proporciones gigantescas", que reproducirá "la situación de derrumbe que se produjo en 1929". Pero el apocalipsis es sólo una posibilidad. Si los economistas ni siquiera se ponen de acuerdo sobre la causa última de la crisis, mucho menos sobre su profundidad y horizonte temporal. "Dos, tal vez cinco o hasta 10 años de depresión nos amenazan", aventura Jacques Attali, asesor del presidente francés Nicolas Sarkozy y autor del libro ¿Y despues de la crisis, que? y de una de las grandes frases de los últimos meses: "Demasiado riesgo ayer, demasiada prudencia hoy. En ambos casos, los bancos son culpables".

La apabullante irrupción de malas noticias multiplica el ansia de información y da cobertura a todo tipo de títulos. El último en subirse al bólido editorial ha sido el ex presidente del Gobierno José María Aznar. En su España puede salir de la crisis, parte de un aseado análisis del desplome financiero, para luego dar un triple salto mortal: omite su complacencia y la del ex presidente de Estados Unidos George Bush con un sistema que tampoco cuestionaron los socialistas en 2004; alardea de unos resultados económicos que tanto deben al modelo que propone ahora cambiar; y responsabiliza de todos los males habidos y por haber al PSOE, lo que incluiría su patológica tendencia al déficit público (¡cuando fue el ex vicepresidente socialista Pedro Solbes el primero en cerrar presupuestos con superávit en la democracia!).

La búsqueda de culpables es uno de los grandes leitmotiv de la literatura sobre la crisis. Greenspan y los banqueros son el centro de todas las dianas. "Es imposible exagerar la total idiotez de la maquinaria financiera de la primera década del siglo XXI", describe Charles R. Morris en El gran crac del crédito. Morris clama contra "una nueva casta de grandes ricos que no han inventado ni construido nada". "Un malvado genio no hubiera sido capaz de diseñar una estructura más propensa al desastre", prosigue con brillantez este columnista cuyo libro se ha encaramado a lo más alto de la lista de superventas en Estados Unidos. Hace ya más de un año, Morris estimó las pérdidas en dos billones de dólares. En una conversación con este periódico, eleva la apuesta hasta los cinco billones, y eso sólo en Estados Unidos. "La escala de la crisis global es simplemente impresionante. La factura se pagará durante años", cierra.

"¿Cómo es posible que nadie lo anticipara?". La reina de Inglaterra no tuvo más opción que hacerse eco del clamor de la calle en su visita a la prestigiosa London School of Economics. Nadie supo responder, porque sí hubo avisos a navegantes, pero fueron ignorados. La crisis da pie a la revancha. Las voces que anticipaban el desastre, ahogadas por la aparente bonanza, colonizan ahora los estantes. Pocos ejemplos tan elocuentes de esa súbita ceguera social como el que brinda la economía española con la formación de la burbuja inmobiliaria. "Es la historia de un engaño colectivo", dice a modo de preámbulo José García Montalvo en De la quimera inmobiliaria al colapso financiero.

El libro del catedrático de la Universidad Pompeu Fabra empieza como las novelas negras que anuncian en la primera página quién es el culpable: la financiación barata y el empujón que se dio desde todos los ámbitos a las expectativas sobre el precio de la vivienda. Y mantiene la tensión con el relato de cómo un muro de coartadas hizo inútiles los esfuerzos por advertir lo que iba a pasar. Encuentra el arma -"los bancos tenían el hinchador de la burbuja y lo apretaron con alegría"-, topa con pistas falsas, como "el mito de que el precio de la vivienda nunca baja" o chivos expiatorios, como la especulación sobre el suelo. Y la garganta se anuda cuando entran en escena "el efecto imitación, la envidia y la codicia", personajes inquietantemente familiares. Para constatar que sí había voces discrepantes rescata los artículos que publicó en diversos medios desde 2002; el recurso se vuelve abuso y penaliza una escritura apasionada y precisa, que vuelve una y otra vez al lugar del crimen, donde el acceso a una vivienda digna se convirtió en bien de lujo: todos conocíamos al asesino, pero bajamos la vista al cruzárnoslo.

En la inmensa mayoría de los libros sobre la crisis aparece un capítulo final sobre la fuerza de las ideas, con las inevitables citas de Keynes: "La dificultad no es tanto concebir nuevas ideas como librarse de las antiguas" o "tarde y temprano son las ideas, y no los interesados, lo que resulta peligroso, para bien o para mal". Krugman resume todas esas moralinas con optimismo: "Los únicos obstáculos importantes [para solucionar los problemas actuales] son las doctrinas obsoletas que pueblan la cabeza de los hombres". Obsoletas o no, junto a la retahíla de novedades han aparecido un puñado de excelentes reediciones: no faltan Keynes y Galbraith, pero tampoco Friedman y Hayek. Hay que conocer la historia para huir de ella: el líder chino Wen Jiabao llegó a la última edición del Foro Mundial de Davos con una reedición de La teoría de los sentimientos morales, de Adam Smith. "Para esta crisis no hay libro de instrucciones", repetía a todo el que quisiera oírle el secretario del Tesoro de la Administración de Bush, Henry Paulson, cuando más se acercó la crisis al abismo, tras la quiebra de Lehman Brothers. Tal vez no lo haya, pero en media Europa ha destacado un libro entre todas esas reediciones que ha llegado a convertirse en superventas. Su título: El Capital. De un tal Marx.

Enlace a El País

martes, 9 de junio de 2009

Los nietos de Keynes

GONZALO PONTÓN El País

"La depresión mundial reinante, la enorme anomalía del desempleo en un mundo lleno de necesidades, los desastrosos errores cometidos... nos ciegan para ver lo que está sucediendo bajo la superficie y nos impiden alcanzar la verdadera interpretación de los hechos"
. No, la cita no es de Paul Krugman, ni tampoco de Joe Stiglitz, ni se refiere a la neoplasia que padece ahora la economía global. Quien así se expresa es Keynes, en una conferencia pronunciada en Madrid en junio de 1930 titulada Las posibilidades económicas de nuestros nietos.

Pues bien, ahora los nietos de Keynes ya saben cuáles son esas posibilidades: más de lo mismo. Tras centenares, miles, de artículos y bastantes libros sobre la actual crisis económica, parece haber un consenso general sobre la sintomatología de la enfermedad: estenosis aguda de los mercados financieros, severa arritmia de los equilibrios globales, trombosis en las vías arteriales del dinero por la toxicidad de la deuda, colapso del empleo y metástasis generalizada.

No hay, en cambio, unanimidad sobre la patogenia: unos dicen que las tercianas del ciclo económico no habían sido erradicadas, otros, que las "expectativas económicas racionales" han sufrido un ictus, otros, aun, apuntan a una inmunodeficiencia adquirida del mercado.

Y mucho menos hay consenso sobre la terapéutica: antitérmicos para los tipos de interés o hipotensores para los impuestos, transfusiones de dinero directamente en vena o por vía parenteral, vitamina B12 para la demanda agregada o prozac para estimular la serotonina del consumidor...

Pero, desde luego, lo que no se ha visto es una asunción pública de responsabilidades por parte de los facultativos de guardia, que no advirtieron las primeras manifestaciones del desorden celular, ni de los internistas, que causaron daños yatrogénicos, ni de los especialistas, que favorecieron los intereses de la dirección del centro.

Los filósofos morales nos han mostrado el camino hacia la "vida buena" sin ocultar los males del recorrido. En términos económicos, se trataría de pasar del estadio de la necesidad al estadio de la "estabilización" (Keynes), o del estadio de la desigualdad al estadio del "comunismo" (Marx). Para llegar a puerto habría que sufrir una transición en la que se perderían libertades individuales: según Keynes, durante la etapa capitalista; según Marx, durante la dictadura del proletariado.

Ahora ya sabemos, por experiencia histórica, que la "dictadura del proletariado" nunca se produjo, pero sí la pérdida casi absoluta de las libertades individuales a manos de los dirigentes, burócratas y aparatchikis del régimen soviético.Dado el estadio evolutivo de la especie humana en que nos encontramos, parece que no estamos en condiciones de concebir otra transición posible hacia la "vida buena" que el capitalismo. Sea, pero no aceptemos que sus dirigentes, sus burócratas y sus aparatchikis impidan o prostituyan el estadio de transición. Me estoy refiriendo a los macroeconomistas, sobre todo a los de la escuela neoclásica, que son los que tienen más poder en los gobiernos, los bancos centrales, las entidades de crédito, los mercados de valores o las agencias de calificación del riesgo.

La "verdadera interpretación de los hechos" de estos mandarines de la economía es que lo que ha pasado "era imposible que sucediera". ¿Por qué? Por dos razones fundamentales: primera, porque el mercado es eficiente, se autorregula y, más pronto o más tarde, corrige sus fallos; segunda, porque es imposible que los mercados financieros valoren mal los activos, y por eso apenas requieren regulación. No crean que éstos son postulados exclusivos de los economistas neoclásicos, o "de agua dulce" (los de Chicago); también los neokeynesianos se tragaron en buena parte lo de las "expectativas económicas racionales". Éstas se deducen de modelos econométricos capaces en teoría de prever todas las contingencias futuras, incluido el riesgo, las variables aleatorias y los factores estocásticos. Sin embargo, Alan Greenspan, gurú de los economistas "de agua dulce", para tratar de explicar este inmenso fallo del mercado, ha dicho que "los modelos de gestión del riesgo son aún demasiado simples para capturar la entera dimensión de las variables críticas que gobiernan la realidad económica", y ha reconocido que la gestión monetaria de la Reserva Federal "se había basado en una imperfection" (la regulación innecesaria). Así, pues, ¿toda la tesis del mercado eficiente se basaba en una impostura intelectual? Apaga y vámonos.

En cuanto a la falta de regulación de las entidades financieras ("lo que está sucediendo bajo la superficie") se sorprenden de que un "caballero" como Bernie Madoff resultara ser un chorizo. ¿De veras no habían oído hablar nunca de John Law, de John Blunt, de Necker o de Cabarrús? ¿Ni tampoco de Charles Ponzi, Bernard Cornfeld, Drexel Burnham o Michael Milken? Dicen que es algo que no se va a repetir: "¡Ay, Federico García, llama a la Guardia Civil!".

Ante tanta impostura ¿cómo es que la sociedad no dirige su indignación hacia estos popes? No toleramos los errores médicos garrafales que causan un mal. Y nos hubiéramos enfurecido con las autoridades sanitarias si no hubieran reaccionado preventivamente ante una amenaza tóxica como la gripe H1N1. ¿Por qué no lo hacemos con quienes no tomaron medidas para prevenir la deuda tóxica?

El profesor Robert Skidelsky, gran biógrafo de Keynes, está ultimando un libro sobre The Return of the Master en el que sostiene que el fracaso intelectual de esta crisis es responsabilidad de los economistas. Para él la economía es hoy una disciplina regresiva envuelta en el cartón piedra de las matemáticas y sugiere que se separen en distintas facultades los estudios de macro y de microeconomía.

Es un hecho que muchos macroeconomistas engreídos han abusado de la fiabilidad de sus modelos. En realidad, la carne de los modelos econométricos la pone la estadística, y la guarnición, un aparato matemático que no deja de ser una taquigrafía para escribir menos páginas y que, muchas veces, no es más que una tramposa deturpación de las matemáticas como ha denunciado en su libro L'illusion économique el profesor Bernard Guerrien. Eso sí, las pocas páginas que deja libres de ecuaciones están escritas en una jerga pretendidamente segregacionista que, a estas alturas, resulta tan casposa como insultante.

No cabe la menor duda de que los economistas tienen un gran papel que desempeñar junto al resto de científicos sociales para mejorar el mundo, pero deberían dejar atrás su obsesión, un tanto infantil, de querer parecer científicos naturales, porque esa pretensión, después de Kurt Gödel, resulta irrisoria, cuando no patética. Deberían entender su ciencia como la concibe el profesor Alfredo Pastor en su libro La ciencia humilde, porque siempre hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que caben en nuestra filosofía.

Quizás así algún día podrían ser tan útiles para la sociedad como los dentistas, máximo honor al que aspiraba para sus colegas aquel burgués británico, culto, refinado y extraordinariamente inteligente que se llamó John Maynard Keynes.

Gonzalo Pontón es el fundador de editorial Crítica.
Enlace a El País

lunes, 1 de junio de 2009

¿La hiperinflación de Weimar? ¿Podría volver a ocurrir?

Ellen Brown
Global Research/ webofdebt.com

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens


“Fue horrible. ¡Horrible! Como si hubiera caído un relámpago. Nadie estaba preparado. Las estanterías de los negocios vacías. No se podía comprar nada con el papel moneda.” – Profesor de derecho de la Universidad Harvard, Friedrich Kessler, sobre la hiperinflación de Weimar (entrevista en 1993).


Algunos comentaristas preocupados predicen una masiva hiperinflación como la sufrida por la Alemania de Weimar en 1923, cuando una carretilla llena de papel moneda apenas alcanzaba para comprar un pedazo de pan. En un editorial del 29 de abril del San Francisco Examiner advirtió:

“Con un déficit sin precedente que se acerca a 2 billones de dólares, el presupuesto [del presidente para 2010] es una receta infalible para la hiperinflación. De modo que cada senador y representante que vote por ese monstruoso presupuesto de 3,6 billones de dólares estará aprobando un derroche de dinero que podría convertir a EE.UU. en la próxima República de Weimar.” [1]

En un boletín para inversionistas llamado Money Morning del 9 de abril, Martin Hutchinson, señaló inquietantes paralelos entre la actual política monetaria del gobierno y la de Alemania durante Weimar, cuando un 50% de los gastos del gobierno era financiado mediante señoreaje – simplemente imprimiendo dinero. [2] Sin embargo, hay algo críptico en sus datos. Indica que el gobierno británico ya financia una mayor parte de su presupuesto mediante señoreaje que la que la Alemania de Weimar financió en el clímax de su masiva hiperinflación; sin embargo la libra sigue sustentándose por sus propios medios, bajo circunstancias de las que se dice que causaron la destrucción total del marco alemán. Algo más debe haber sido responsable por el colapso del marco aparte de la impresión de papel moneda para enfrentar el presupuesto del gobierno, ¿pero qué? ¿nos enfrentamos al mismo riesgo actualmente? Lancemos una mirada más de cerca a los datos.

La historia se repite - ¿o no?

En su bien investigado artículo, Hutchinson señala que la Alemania de Weimar había estado padeciendo inflación desde comienzos de la Primera Guerra Mundial; pero que fue en el período de dos años entre 1921 y 1923 cuando ocurrió la verdadera “hiperinflación de Weimar.” Para cuando había terminado en noviembre de 1923, el marco valía sólo un billonésimo de su valor en 1914. Hutchinson sigue diciendo:

“La actual mezcla política refleja la de Alemania durante el período entre 1919 y 1923. El gobierno de Weimar no estaba dispuesto a elevar impuestos para financiar la reconstrucción de posguerra y los pagos de reparaciones de guerra, y por lo tanto incurrió en grandes déficits presupuestarios. Mantuvo los tipos de interés muy por debajo de la inflación, expandiendo rápidamente el suministro de dinero y aumentando en un 50% los gastos del gobierno mediante la impresión de dinero y viviendo de los beneficios de su emisión…

“El paralelo verdaderamente escalofriante es que EE.UU., Gran Bretaña y Japón se han dedicado a financiar sus déficits presupuestarios mediante señoreaje. En EE.UU., la Reserva Federal está comprando 300.000 millones de dólares en bonos del Tesoro durante un período de seis meses, o sea 600.000 millones por año, un 15% de los gastos federales de 4 billones de dólares. En Gran Bretaña, el Banco de Inglaterra (BOE) está comprando 75.000 millones de gilts (el equivalente británico de bonos del Tesoro de EE.UU.) durante tres meses. Es decir, 300.000 millones de libras por año, un 65% de los gastos gubernamentales británicos de 454.000 millones de libras. Por lo tanto, mientras EE.UU. se acerca a la política de la Alemania de Weimar (un 50% de los gastos) con bastante rapidez, ¡Gran Bretaña ya la ha sobrepasado!”

Y es el punto en el cual los datos se embrollan. Si Gran Bretaña ya cubre un mayor porcentaje de su déficit presupuestario mediante señoreaje de lo que hizo Alemania en el clímax de su hiperinflación, ¿por qué la libra vale ahora aproximadamente lo mismo en los mercados de cambios de divisas como hace nueve años, bajo circunstancias de las que se dice impulsaron al marco a un billonésimo de su valor anterior en el mismo período, y la mayor parte en sólo dos años? Mientras tanto, el dólar de EE.UU. se ha efectivamente fortalecido en relación a otras divisas desde que se iniciara la política el año pasado de masivo “aligeramiento cuantitativo” (el eufemismo actual para señoreaje). [3] Ahora son los bancos centrales los que imprimen, en lugar de los gobiernos, pero el efecto sobre el suministro del dinero debiera ser el mismo que en los antiguos proyectos de impresión de dinero por los gobiernos. La deuda gubernamental comprada por los bancos centrales nunca es pagada efectivamente, sino que simplemente es continuamente refinanciada de año en año; y una vez que el nuevo dinero está en el suministro de dinero, se queda allí diluyendo el valor de la moneda. ¿Por qué entonces no han colapsado nuestras monedas a un billonésimo de su antiguo valor, como sucedió en la Alemania de Weimar? Por cierto, si fuera un simple asunto de oferta y demanda, un gobierno tendría que imprimir un billón de veces su anterior suministro de dinero para bajar su moneda en un factor de un billón; y ni siquiera se acusa al gobierno alemán de haberlo hecho. Algo más tuvo que haber ocurrido en la República de Weimar, ¿pero qué fue?

Schacht revela el secreto

Escritos posteriores de Hjalmar Schacht, comisionado monetario de la República de Weimar, arrojan luz sobre este misterio. Los hechos son explorados ampliamente en “The Lost Science of Money” de Stephen Zarlenga, quien escribe que en el libro de Schacht “The Magic of Money,” él “reveló, escribiendo en alemán, con algunas admisiones verdaderamente notables que destrozan la “sabiduría aceptada” que la comunidad financiera ha promulgado sobre la hiperinflación alemana. “Lo que realmente impulsó la inflación de tiempos de guerra hacia una hiperinflación, dijo Schacht, fue la especulación por inversionistas extranjeros, quienes apostaron a la disminución del valor del marco vendiéndolo al descubierto.

La venta al descubierto es una técnica utilizada por inversionistas para tratar de beneficiarse del precio descendiente de un activo. Involucra pedir prestado el activo y venderlo, en el entendimiento de que el activo tendrá que ser vuelto a comprar más adelante y devuelto al dueño original. El especulador apuesta a que el precio habrá caído mientras tanto y que se podrá embolsar la diferencia. La venta al descubierto del marco alemán fue posibilitada porque los bancos privados pusieron a disposición cantidades masivas de dinero para prestarlo, marcos que fueron creados a pedido y prestados a los inversionistas, resultando en un interés lucrativo para los bancos.

Primero, la especulación fue alimentada por el Reichsbank (el banco central alemán) que había sido recientemente privatizado. Pero cuando el Reichsbank ya no pudo satisfacer la voraz demanda de marcos, se permitió que otros bancos privados los crearan de la nada y también los prestaran con intereses. [4]

Una historia con un giro irónico

Si se ha de creer a Schacht, no sólo el gobierno no causó la hiperinflación, sino el gobierno fue el que logró controlar la situación. El Reichsbank fue colocado bajo una estricta regulación, y se adoptaron rápidas medidas correctivas para eliminar la especulación extranjera eliminando el fácil acceso a préstamos de dinero creado por los bancos.

Más interesante es una secuela poco conocida de esta historia. Lo que permitió que Alemania volviera a ponerse sobre sus pies en los años treinta fue precisamente lo que los comentaristas actuales culpan de haberla derrumbado en los años veinte – el dinero emitido por señoreaje por el gobierno. El economista Henry C. K. Liu llama esta forma de financiamiento “crédito soberano.” Escribe sobre la notable transformación de Alemania:

“Los nazis llegaron al poder en Alemania en 1933, en tiempos en los que la economía se encontraba en un colapso total, con ruinosas obligaciones de reparaciones de guerra y cero perspectivas de inversión extranjera o crédito. Sin embargo, mediante una política monetaria independiente de crédito soberano y un programa de obras públicas de pleno empleo, el Tercer Reich pudo convertir en cuatro años una Alemania en bancarrota, privada de colonias en ultramar que pudiera explotar, en la economía más fuerte de Europa, incluso antes de comenzar con los gastos en armamento.” [5]


Aunque Hitler evidentemente merece el oprobio acumulado sobre su persona por sus atrocidades posteriores, fue enormemente popular con su propio pueblo, por lo menos por un cierto tiempo. Fue obviamente porque rescató a Alemania de la angustia de una depresión mundial – y lo hizo con un plan de obras públicas pagado con dinero generado por el propio gobierno. Primero asignaron proyectos para ser financiados, incluyendo el control de inundaciones, la reparación de edificios públicos y residencias privas, la construcción de edificios nuevos, carreteras, puentes, canales e instalaciones portuarias. El coste proyectado de los diversos programas fue fijado en 1.000 millones de unidades de la moneda nacional. Mil millones de letras de cambio no-inflacionarias llamadas Certificados del Tesoro de Trabajo fueron luego emitidas contra ese coste. Millones de personas fueron puestas a trabajar en esos proyectos, y los trabajadores fueron pagados con Certificados del Tesoro. Los trabajadores luego gastaron los certificados en bienes y servicios, creando más puestos de trabajo para más gente. Esos certificados en realidad no eran libres de deuda pero fueron emitidos como bonos, y el gobierno pagó intereses por ellos a los poseedores. Pero los certificados circularon como dinero y eran renovables indefinidamente, convirtiéndolos en una moneda de facto; y evitaron la necesidad de pedir prestado a prestamistas internacionales o de pagar deudas internacionales. [6] Los Certificados del Tesoro no eran negociables en los mercados de divisas extranjeras, por lo tanto estaban fuera del alcance de los especuladores en divisas. No podían ser vendidos al descubierto porque no había nadie a quien venderlos, de modo que conservaron su valor.

Dentro de dos años se solucionó el problema del desempleo de Alemania y el país volvió a ponerse de pie. Tenía una moneda sólida, estable, y ninguna inflación, en días en los que millones de personas en EE.UU. y en otros países occidentales todavía carecían de trabajo y vivían de la asistencia social. Alemania incluso logró restaurar su comercio exterior, a pesar de que se le negaba créditos en el extranjero y que enfrentaba un boicot económico en el exterior. Lo hizo utilizando un sistema de trueque: equipamientos y materias primas eran intercambiados directamente con otros países, soslayando a los bancos internacionales. Este sistema de trueque directo ocurrió sin deuda y sin déficits comerciales. Aunque el experimento económico alemán duró poco, dejó algunos monumentos duraderos de su éxito, incluyendo las famosas Autobahnen [autopistas] las primeras amplias súper carreteras. [7]

Las lecciones de la historia: no son siempre lo que parecen ser

El plan alemán para escapar a su agobiadora deuda y revigorizar una economía débil fue brillante, pero en realidad no fue originario de los alemanes. La noción de que un gobierno pudiera financiarse imprimiendo y entregando recibos de papel por bienes y servicios recibidos fue inventada primero por colonos estadounidenses.

Benjamin Franklin atribuyó el notable crecimiento y abundancia en las colonias, en circunstancias en las que trabajadores ingleses sufrían las condiciones empobrecidas de la Revolución Industrial, al sistema particular de los colonos de dinero emitido por el gobierno. En el Siglo XIX, el senador Clay, lo llamó el “sistema estadounidense” distinguiéndolo del “sistema británico” de billetes emitidos privadamente. Después de la Revolución Estadounidense, el sistema estadounidense fue reemplazado en EE.UU. por dinero creado por los banqueros, pero el dinero emitido por el gobierno fue resucitado durante la Guerra Civil, cuando Abraham Lincoln financió su gobierno con billetes de EE.UU. o “dólares” emitidos por el Tesoro.

La dramática diferencia en los resultados de los dos experimentos con la impresión de moneda de Alemania fue un resultado directo de la manera como se utilizó el dinero. La inflación de precios resulta cuando la “oferta” (dinero) aumenta más que la “demanda” (bienes y servicios), aumentando los precios; y en el experimento de los años treinta, el dinero nuevo fue creado para financiar la productividad, de modo que la oferta y la demanda crecieron juntas y los precios se mantuvieron estables. Hitler dijo: “Por cada marco emitido, requeríamos el equivalente de un marco en trabajo hecho, o de bienes producidos.” En el desastre hiperinflacionario de 1923, por otra parte, se imprimió dinero sólo para pagar a especuladores, haciendo que la demanda subiera repentinamente, mientras la oferta seguía fija. El resultado fue no sólo inflación, sino hiperinflación, ya que la especulación se descontroló, provocando una manía rampante estilo burbuja y pánico.

Lo mismo sucedió en Zimbabue, un dramático ejemplo contemporáneo de inflación descontrolada. La crisis comenzó en 2001, cuando Zimbabue incumplió el pago de sus préstamos y el FMI se negó a hacer los ajustes usuales, incluyendo el refinanciamiento y la renuncia a la deuda. Aparentemente, la intención del FMI fue castigar al país por decisiones políticas que desaprobaba, incluyendo medidas de reforma agraria que involucraba la recuperación de tierras de acaudalados terratenientes. El crédito de Zimbabue fue arruinado y no pudo obtener préstamos en otros sitios, de modo que el gobierno recurrió a emitir su propia moneda nacional y a utilizar el dinero para comprar dólares de EE.UU. en los mercados extranjeros de divisas. Esos dólares fueron entonces utilizados para pagar al FMI y recuperar la calificación crediticia. [8] Según una declaración del banco central de Zimbabue, la hiperinflación fue causada por especuladores que manipularon el mercado de divisas extranjeras, cobrando tasas exorbitantes por dólares de EE.UU., causando una drástica devaluación de la moneda de Zimbabue.

El verdadero error del gobierno, sin embargo, puede haber sido que haya hecho el juego del FMI. En lugar de utilizar su moneda nacional para comprar moneda de curso forzoso para pagar a prestamistas extranjeros, podría haber seguido el ejemplo de Abraham Lincoln y de los colonos estadounidenses y emitido su propia moneda para pagar por la producción de bienes y servicios para su propio pueblo. Se podría haber evitado la inflación, porque la oferta se habría ajustado a la demanda; y el dinero habría servido a la economía local en lugar de ser absorbido por especuladores.

La verdadera amenaza de Weimar y cómo evitarla

¿Se puede decir, entonces, que EE.UU., haya escapado del peligro hiperinflacionario con su plan de “aligeramiento cuantitativo”? Tal vez sí, tal vez no. En la medida en la que el dinero recién creado sea utilizado para un verdadero desarrollo económico y crecimiento, no es probable que el financiamiento mediante señoreaje infle los precios, porque la oferta y la demanda crecerán juntas. La utilización del aligeramiento cuantitativo para financiar la infraestructura y otros proyectos productivos, como en el paquete de estímulo del presidente Obama, puede vigorizar la economía tal como se ha prometido, produciendo el tipo de abundancia de la que habla Benjamin Franklin en los primeros años florecientes de EE.UU.

Sin embargo, hay algo que sucede actualmente que tiene una similitud inquietante con lo que provocó la hiperinflación de 1923. Como en la Alemania de Weimar, la creación de moneda en EE.UU. es realizada por un banco central de propiedad privada, la Reserva Federal; y es hecha en gran parte para pagar apuestas especulativas en los libros de bancos privados, sin producir nada de valor para la economía. Como advirtió el inversionista en oro James Sinclair hace casi dos años:

“El verdadero problema es una trepidante montaña de 20 billones de dólares de crédito en el mercado extrabursátil y en derivados hipotecarios. Hay que pensar seriamente en el estudio del caso de la República de Weimar porque cada día parece más y más como una repetición de la causa y el efecto…” [9]


Los 12.900 millones de dólares en fondos de rescate canalizados a través de AIG para pagar a Goldman Sachs por sus altamente especulativos “credit default swaps” es sólo un ilustre ejemplo, [10] En la medida en que el dinero creado por “aligeramiento cuantitativo” es absorbido por el agujero negro del pago de esas apuestas especulativas con derivados, podríamos ciertamente estar en el camino de Weimar y existe un serio motivo de alarma. Se nos ha llevado a creer que debemos afianzar a un monstruoso zombi bancario en Wall Street porque sin él no tendríamos un sistema de crédito, pero no es así. Existe otra alternativa viable, y puede ser nuestra única alternativa viable. Podemos derrotar a Wall Street en su propio juego, formando bancos de propiedad pública que emitan toda la fe y el crédito de EE.UU. no para el beneficio privado especulativo sino como un servicio público, para el beneficio de EE.UU. y de su gente. [11]

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Ellen Brown desarrolló su capacidad de investigación como abogada que trabajó en litigios civiles en Los Ángeles. En “Web of Debt,” su último libro, usa esa capacidad para un análisis de la Reserva Federal y el “trust del dinero.” Muestra cómo ese cartel privado ha usurpado el poder de crear dinero de la propia gente, y cómo la gente puede recuperarlo. Sus libros anteriores se concentraban en el cartel farmacéutico que recibe su poder del “trust del dinero.” Sus once libros incluyen “Forbidden Medicine,” “Nature’s Pharmacy” (escrito en conjunto con la doctora Lynne Walker), y “The Key to Ultimate Health” (escrito junto al doctor

Richard Hansen). Sus sitios en Internet son www.webofdebt.com y www.ellenbrown.com.

Notas

1. “Examiner Editorial: Get Ready for Obama’s Coming Hyperinflation,” San Francisco Examiner, April 29, 2009.

2. Martin Hutchinson, “Is It 1932 – or 1923?”, Money Morning (April 9, 2009).

3. See Monthly Average Graphs, x-rate.com.

4. Stephen Zarlenga, The Lost Science of Money (Valatie, New York: American Monetary Institute, 2002), pages 590-600; S. Zarlenga, “Germany’s 1923 Hyperinflation: A ‘Private’ Affair,” Barnes Review (July-August 1999).

5. Henry C. K. Liu, “Nazism and the German Economic Miracle,” Asia Times (May 24, 2005).

6. S. Zarlenga, op. cit.

7. Matt Koehl, “The Good Society?”, Rense (January 13, 2005).

8. “Bags of Bricks: Zimbabweans Get New Money – for What It’s Worth,” The Economist (August 24, 2006); Thomas Homes, “IMF Contributes to Zimbabwe’s Hyperinflation,” www.newzimbabwe.com (March 5, 2006).

9. Jim Sinclair, “Fed Actions a Bandaid on a Gaping Economic Wound,” reprinted in Go for Gold, September 18, 2007.

10. Eliot Spitzer, “The Real AIG Scandal, Continued! The Transfer of $12.9 Billion from AIG to Goldman Looks Fishier and Fishier,” Slate (March 22, 2009).

11. See Ellen Brown, “Cash Starved States Need to Play the Banking Game,” webofdebt.com/articles (March 2, 2009).

http://www.globalresearch.ca/index.php?context=va&aid=13673
Enlace a texto en Rebelion

¿Salvará China al mundo de la depresión?

Walden Bello
Zmag/Foreign Policy in Focus

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

¿Será China la “palanca de crecimiento” que arrancará al mundo de las garras de la depresión? Esa pregunta se ha convertido en un tema favorito mientras el heroico consumidor estadounidense de clase media, aplastado por sus masivas deudas, deja de representar el estímulo esencial para la producción global.

Aunque la tasa de crecimiento del PIB chino cayó a un 6,1% en el primer trimestre – la más baja en casi una década – los optimistas ven “brotes de recuperación” en un aumento de un 30% en la inversión de bienes de capital urbanos y un salto en la producción industrial en marzo. Esos indicadores prueban, dicen algunos, que el programa de estímulo chino de 586.000 millones de dólares – que, en relación al PIB, es mucho mayor en proporción que el paquete de 787.000 millones del gobierno de Obama – está teniendo efecto.

¿El campo como rampa de lanzamiento de la recuperación?

Como las áreas urbanas costeras de China, orientadas hacia la exportación, sufren por el colapso de la demanda global, muchos dentro y fuera de China cifran sus esperanzas de recuperación global en el campo chino. Una parte importante del paquete de estímulo de Beijing va destinado a gastos sociales y de infraestructura en las áreas rurales. El gobierno está destinando 20.000 millones de yuan (3.000 millones de dólares) en subsidios para ayudar a residentes rurales a comprar televisiones, refrigeradores y otros electrodomésticos.

Pero con la baja de la demanda para la exportación, ¿funcionará esta estrategia de reforzar la demanda rural como un motor para la inmensa maquinaria industrial del país?

Hay motivos para ser escéptico. Para empezar, incluso cuando la demanda para la exportación era elevada, un 75% de las industrias de China ya estaban plagadas por la sobrecapacidad. Antes de la crisis, por ejemplo, se proyectaba que la capacidad instalada de la industria automotriz produciría 100% más vehículos de los que podían ser absorbidos por un mercado creciente. En los últimos años, los problemas de sobrecapacidad han llevado a la reducción a la mitad de la tasa anual de crecimiento de los beneficios de todas las principales empresas.

Hay otro problema mayor en la estrategia de hacer que la demanda rural sea un sustituto para los mercados de exportación. Incluso si Beijing lanza otros cien mil millones de dólares, no es probable que el paquete de estímulo contrarreste de alguna manera significativa el impacto depresivo de una política de 25 años de sacrificio del campo a favor de un crecimiento industrial urbano orientado a la exportación. Las implicaciones para la economía global son considerables.

La subordinación de la agricultura a la industria

Irónicamente, el ascenso chino durante los últimos 30 años comenzó con las reformas rurales que Deng Xiaoping inició en 1978. Los campesinos querían un fin de las comunas de la era de Mao, y Deng y sus reformistas los complacieron introduciendo un “sistema de contratos de responsabilidad casera.” Bajo este sistema, cada grupo familiar recibió un trozo de tierra para su cultivo. Se permitió que cada grupo familiar retuviera lo que quedara de la producción después de vender al Estado una proporción fija a un precio determinado por el Estado, o pagara simplemente un impuesto en efecto. Podía consumir el resto o venderlo en el mercado. Fueron años maravillosos para el campesinado. Los ingresos rurales crecieron en promedio más de un 15% por año, y la pobreza rural disminuyó de un 33% a un 11% de la población.

Esos días de oro del campesinado terminaron, sin embargo, cuando el gobierno adoptó una estrategia de industrialización basada en las costas, orientada a la exportación apoyada en la rápida integración a la economía capitalista global. Esa estrategia, que fue lanzada en el 12 Congreso Nacional del Partido de 1984, construyó esencialmente la economía industrial urbana sobre “las espaldas de los campesinos” como lo describieron los especialistas rurales Chen Guidi y Wu Chantao. El gobierno buscaba una acumulación primitiva del capital sobre todo mediante políticas que afectaron fuertemente el superávit campesino.

Las consecuencias de esa estrategia de desarrollo industrial orientada hacia las ciudades fueron severas. El ingreso campesino, que había crecido en un 15,2% por año de 1978 a 1984, bajó a un 2,8% por año de 1986 a 1991. Hubo una cierta recuperación a comienzos de los años noventa, pero el estancamiento del ingreso fue la marca de la segunda mitad de la década. En contraste, el ingreso urbano, que ya era mayor que el de los campesinos a mediados de los años ochenta, llegó a ser en promedio seis veces el de los campesinos en el año 2000.

El estancamiento del ingreso rural fue causado por políticas que impulsaban costes crecientes de los insumos industriales a la agricultura, una baja de los precios de los productos agrícolas, y aumentos de los impuestos, todo lo cual se combinó para transferir ingreso del campo a la ciudad. Pero el mecanismo principal para la extracción del excedente del campesinado fue la tributación. En 1991, las agencias centrales del Estado impusieron impuestos a los campesinos sobre 149 productos agrícolas, pero resultó que esto no era más que una parte de un bocado mucho mayor, ya que los niveles más bajos del gobierno comenzaron a imponer sus propios impuestos, aranceles y cargas. En la actualidad, los diversos niveles del gobierno rural imponen un total de 269 tipos de impuestos, junto con toda suerte de cargas administrativas impuestas a menudo de manera arbitraria.

Se supone que los impuestos y los aranceles no excedan un 5% del ingreso de un agricultor, pero la cantidad real es a menudo muy superior. Algunos estudios del Ministerio de Agricultura han informado que la carga tributaria del campesino es de un 15%, tres veces el límite oficial nacional.

Posiblemente el aumento de la tributación habría sido soportable si los campesinos hubieran obtenido a cambio una mejora de la salud pública y de la educación, y más infraestructura agrícola. A falta de semejantes prestaciones tangibles, los campesinos consideraron que sus ingresos subvencionaban lo que Chen y Wu describieron como el “monstruoso crecimiento de la burocracia y la cantidad metastatizante de funcionarios” que no parecían tener otra función que arrebatarles cada vez más.

Aparte de ser sometidos a mayores precios de los insumos, precios más bajos para sus productos, y una tributación más intensiva, los campesinos han soportado el peso del enfoque urbano-industrial de la estrategia económica de otras maneras. Según un informe, “40 millones de campesinos han sido obligados a abandonar sus tierras para construir carreteras, aeropuertos, represas, fábricas, y otras inversiones públicas y privadas, y otros dos millones son desplazados cada año.” Otros investigadores citan una cifra mucho mayor de 70 millones de grupos familiares, lo que significa que hasta 2004, calculando 4,5 personas por grupo familiar, las apropiaciones de tierras han desplazado hasta 315 millones de personas.

Impacto de la liberalización del comercio

El compromiso de China con la eliminación de las cuotas agrícolas y la reducción de aranceles aduaneros, hecho cuando se unió a la Organización Mundial de Comercio en 2001, podría todavía superar el impacto de todos los cambios anteriores sufridos por los campesinos. El coste de admisión para China es inmenso y desproporcionado. El gobierno redujo el arancel agrícola promedio de 54% a un 15,3%, en comparación con el promedio mundial de 62%, llevando al ministro de comercio a alardear (o quejarse de que) “Ni un solo miembro en la historia de la OMC ha hecho un recorte tan inmenso [en los aranceles] en un período tan breve.”

El acuerdo con la OMC refleja las actuales prioridades de China. Si el gobierno ha decidido arriesgar grandes sectores de su agricultura, como ser soja y algodón, lo ha hecho para abrir o mantener abiertos mercados globales para sus exportaciones industriales. Las consecuencias sociales de ese cambio todavía no han sido totalmente advertidas, pero los efectos inmediatos han sido alarmantes. En 2004, después de años de ser un exportador neto de alimentos, China registró un déficit en su comercio agrícola. Las importaciones de algodón aumentaron vertiginosamente de 11.300 toneladas en 2001 a 1,98 millones de toneladas en 2004, un aumento de 175 veces. Los agricultores productores de caña de azúcar, frijoles de soja, y sobre todo los de algodón, fueron arruinados. En 2005, según Oxfam en Hong Kong, las importaciones de algodón barato de EE.UU. resultaron en una pérdida de ingreso para los campesinos chinos de 208 millones de dólares, junto con 720.000 puestos de trabajo. También es probable que la liberalización del comercio haya contribuido a la dramática deceleración de la reducción de la pobreza entre 2000 y 2004.

Relajo del régimen de propiedad

En los últimos años, la prioridad dada a la transformación capitalista del campo para apoyar la industrialización orientada hacia la exportación ha llevado al partido a promover no sólo la liberalización del comercio agrícola sino un relajo del régimen de propiedad semi-socialista que favorece a los campesinos y pequeños agricultores. Esto involucra la reducción de controles públicos sobre la tierra para orientarse hacia un régimen de propiedad privada hecho y derecho. La idea es permitir la venta de derechos a la tierra (la creación de un mercado de terrenos) de modo que los productores más “eficientes” puedan expandir sus propiedades. En las palabras eufemísticas de una publicación del Departamento de Agricultura de EE.UU.: “China está fortaleciendo los derechos de los agricultores – aunque no llega a permitir la propiedad plena de la tierra – para que los agricultores puedan arrendar tierras, consolidar sus propiedades, y lograr eficiencias en el tamaño y la escala.”

Esta liberalización del derecho a la tierra incluyó la aprobación de la Ley de Arrendamiento Agrícola en 2004, que limitó la capacidad de las autoridades de las aldeas de reasignar tierras y dio a los agricultores el derecho a heredar y vender arrendamientos de tierra arable durante 30 años. Con la compra y venta de derechos a utilizar la tierra, el gobierno restableció esencialmente la propiedad de la tierra en China. Al hablar de “granjas familiares” y de “agricultores en gran escala,” el Partido Comunista Chino estaba, de hecho, apoyando un camino de desarrollo capitalista para suplantar el que se había basado en la agricultura de campesinos en pequeña escala. Como argumentó un partidario de la nueva política: “La reforma creará no sólo una economía de escala – aumento de la eficiencia y reducción de los costes de producción agrícola – sino resolverá el problema de tierras inactivas abandonadas por migrantes a las ciudades.”

A pesar de la promesa del Partido de que estaba institucionalizando los derechos de los campesinos a la tierra, muchos temieron que la nueva política legalizaría el proceso de apropiación ilegal que había estado ocurriendo en gran escala. Esto, advirtieron “creará unos pocos terratenientes y muchos agricultores sin tierra que no tendrán medios de vida.” Esos temores venían al caso, considerando la turbulenta transformación del campo resultante del desencadenamiento de relaciones capitalistas de producción en otros países.

Resumiendo, es poco probable que la simple asignación de dinero para aumentar la demanda rural vaya a contrarrestar las poderosas estructuras económicas y sociales creadas por la subordinación del desarrollo del campo a la industrialización orientada a la exportación. Esas políticas han contribuido a más desigualdad entre los ingresos urbanos y rurales y detuvieron la reducción de la pobreza en las áreas rurales. La habilitación de las áreas rurales de China para que sirvan de rampla de lanzamiento para la recuperación nacional y global requeriría un cambio fundamental de política, y el gobierno tendría que ir contra los intereses, locales y extranjeros que se han solidificado alrededor de la estrategia de industrialización orientada a la exportación dependiente del capital extranjero.

Beijing ha hablado mucho de un “Nuevo Trato” para el campo durante los últimos años. Pero hay pocas señales de que tenga la voluntad política de adoptar políticas que conviertan esa retórica en realidad. De modo que no hay que esperar que Beijing salve la economía global en el futuro previsible.

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Walden Bello, profesor de ciencias políticas y sociales en la Universidad de Filipinas (Manila), es miembro del Transnational Institute de Amsterdam y presidente de Freedom from Debt Coalition, así como analista sénior en Focus on the Global South.

http://www.zmag.org/znet/viewArticle/21574

El hundimiento del dólar

Immanuel Wallerstein
La Jornada

Cuando el premier Wen Jiabao de China dijo en marzo de 2009 que estaba "un poquito preocupado" por la situación del dólar estadunidense, se hacía eco de los sentimientos de estados, empresas e individuos por todo el mundo. Él hizo un llamado a Estados Unidos para que "mantenga su buen crédito, honre sus promesas y garantice la seguridad de los activos de China".

Apenas hace cinco años, esto habría parecido una petición muy presuntuosa. Ahora parece "entendible" aun para Janet Yellen, presidenta del Banco de la Reserva Federal de San Francisco, pese a que considera que las propuestas de China acerca de la divisa mundial de reserva "está lejos de ser una alternativa práctica".

Hay sólo dos maneras de almacenar riqueza: en estructuras físicas concretas y en alguna forma de dinero (divisas, bonos, oro). Ambas implican riesgos para el poseedor. Las estructuras físicas se deterioran a menos que se utilicen, lo que implica costos. Utilizar tales estructuras para obtener ingresos y como tal ganancias, depende del "mercado" –es decir, de la disponibilidad de compradores que deseen adquirir lo que las estructuras físicas puedan producir.

Las estructuras físicas son, por lo menos, tangibles. El dinero (que se denomina con cifras nominales) es meramente una reclamación potencial ante las estructuras físicas. Si varía un pequeño monto, casi nadie lo nota. Pero si varía considerablemente y con frecuencia, sus poseedores pueden ganar o perder mucha riqueza, en ocasiones bastante rápido.

En términos económicos una divisa de reserva es la forma más confiable de dinero, la que varía menos. Es entonces el lugar más seguro para almacenar cualquier riqueza que uno tenga, que no asuma la forma de estructuras físicas. Desde por lo menos 1945, la divisa mundial de reserva ha sido el dólar estadunidense. Es todavía el dólar estadunidense.

El país que emite la divisa de reserva tiene una ventaja singular sobre los otros países. Es el único que puede legalmente imprimir la divisa, siempre que piense que es a favor de su interés hacerlo.

Todas las divisas tienen una tasa de cambio con las otras divisas. Desde que en 1973 Estados Unidos puso fin a su tasa fija de cambio con el oro, el dólar ha fluctuado con respecto a otras divisas, subiendo y bajando. Cuando su divisa ha bajado con respecto a otra, se ha vuelto más fácil vender sus exportaciones porque el comprador de las exportaciones requiere menos de sus propias divisas. Pero también ha hecho más cara la importación, debido a que requiere más dólares para pagar el artículo importado.

En el corto plazo, una divisa debilitada puede incrementar el empleo al interior de un país. Pero esto es, cuando mucho, una ventaja de corto plazo. En el mediano plazo, hay mayores ventajas de contar con una divisa considerada fuerte. Esto significa que el poseedor de tales divisas tiene más control de la riqueza del mundo medida en productos y estructuras físicas.

Más allá del mediano plazo, las divisas de reserva son fuertes y quieren seguir siéndolo. La fortaleza de una divisa de reserva se deriva no sólo de su control sobre la riqueza del mundo sino del poder político que le ofrece al sistema-mundo. Es por eso que la divisa mundial de reserva tiende a ser la divisa del poder hegemónico en el mundo, aun si se trata de una potencia hegemónica en decadencia.

Así que, ¿ por qué está "un poquito preocupado" el primer ministro Wen? Es claro que es porque durante las últimas cuantas décadas, la tasa de cambio del dólar estadunidense ha estado fluctuando bastante pero a fin de cuentas va descendiendo lentamente. Uno de los factores principales ha sido la deuda global increíblemente creciente del gobierno de Estados Unidos. Existen dos modos principales mediante los cuales Estados Unidos ha podido balancear su contabilidad. Imprime dinero y vende bonos del tesoro estadunidense, primordialmente a otros gobiernos (los llamados fondos soberanos de inversión).

No es secreto que en años recientes el mayor comprador de bonos del tesoro estadunidense haya sido China. No es el único. Japón y Corea del Sur, Arabia Saudita y Abu Dhabi, India y Noruega, han comprado, todos, bonos del tesoro de Estados Unidos. Pero China es hoy el mayor comprador, y dada la presente contracción del crédito, China es uno de los pocos probables compradores en el futuro inmediato.

El dilema para China, como para otros que invirtieron en bonos del tesoro estadunidenses, es que si el dólar baja aún más o si hay una inflación significativa por el hecho de que Estados Unidos imprime dinero, su inversión en bonos del tesoro puede hacerlos perder dinero. Por otro lado, ¿qué alternativas tienen China o los demás?

La conclusión de políticas que China (y otros compradores) sacan es que hay un discreto desposeimiento constante. No quieren que sea tan rápido que ocasione un "pánico bancario", pero que tampoco sea tan lento que uno termine siendo el último fuera de la puerta "antes de la estampida", como tituló su artículo Joseph Stroupe en el Asia Times.

China está reduciendo la cantidad de bonos del tesoro estadunidense que está comprando, y ahora prefiere comprar unos de plazo más corto en lugar de aquellos de plazo más largo. China incursiona en el "cambalache o trueque de divisas" con otros países, como Argentina, de tal modo que ninguno tenga que usar dólares en sus transacciones. Y China está haciendo un llamado a la creación de una divisa de reserva alterna basada en los Derechos Especiales de Giro (DEG) creados por el Fondo Monetario Internacional, con base en una canasta de monedas. Rusia ya respaldó el llamado.

Estados Unidos no está seguro de cómo responder. Cuando el secretario del Tesoro Timothy Geithner dijo que el gobierno estadunidense está "bastante abierto" a la propuesta de China de incrementar el uso de los DEG, de inmediato bajó el dólar en el mercado de divisas. Así que Geithner "clarificó" entonces lo que había dicho. El dólar permanecería como "divisa de reserva dominante" en el mundo y "es probable que continúe así por un periodo prolongado de tiempo". Aseguró que "hará lo necesario para garantizar que mantenemos la confianza en nuestros mercados financieros, y en la capacidad productiva de este país y en nuestros fundamentos de largo plazo".

¿Será que Geithner sólo está aparentando calma? Y más importante, ¿quién cree que lo que dice es plausible? La clave de la fuerza de una divisa no son los llamados fundamentos sino la "fe" en la realidad de esos fundamentos.

Todos los actores principales están confiando que pueda haber una aterrizaje suave, una transición ordenada hacia algo que se aparte del dólar estadunidense. Nadie quiere precipitar una caída libre, porque nadie está seguro de salir adelante si eso ocurre. Pero si el estímulo de Estados Unidos resulta ser la última de las burbujas, el dólar bien puede desinflarse repentinamente en la forma más caótica. El modo de decir "estampida" en francés es “sauve-qui-peut”, que se traduce literalmente como "sálvese quien pueda".

Traducción: Ramón Vera Herrera

© Immanuel Wallerstein

http://www.jornada.unam.mx/2009/05/24/index.php?section=opinion&article=027a1mun